Cuando se comprueba la fuerza con la que han irrumpido de un día para otro gentes como Diego Urdiales, López Simón, o el muy joven Roca Rey, no han concitado tan alto grado de opinión favorable por la mera casualidad; hasta ahí han llegado a base de esfuerzo, de dedicación, de férrea vocación, en suma.
Sin embargo, el sistema establecido no ofrece garantías que toda esa épica demostrada luego vaya a tener un reconocimiento estable en el tiempo
Cuando entramos en la fase final de la temporada, el interés de los aficionados se dirige mayoritariamente hacia nombres que no estaban en la primera plana hace tan sólo unos pocos meses. La faena monumental de Diego Urdiales en Bilbao, la firmeza permanente de López Simón, las esperanzas fundadas en Roca Rey, por citar tres ejemplos, han trastocado el orden de prioridades.
Luego en la práctica todo puede seguir igual que estaba ayer y lo que hoy es novedad pasa al archivo de las cosas conocidas. Es lo que propicia la actual estructura del negocio. De nada vale que dos figuras y un mediático lleven menos gente a la plaza de Valladolid que tres novilleros a la de Albacete, o que tres con vitola de figuras no consigan llenar una plaza como la de Santoña, que apenas afora 6.000 localidades. ¿Datos tan rotundos no debieran hacer pensar a unos y otros que algo no se está haciendo bien? Por lo visto, los que dirigen todo este cotarro están a lo que están, que no pasa por salirse de su guión habitual.
Por más que constituya uno de los males endémicos de la actualidad, el mundo del toro parece reacio a los cambios, desde luego mucho más que en épocas pasadas. Están acostumbrados a que una feria se construya sobre seis nombres, con el aditamento del torero local cuando lo hay, y de esa estructura no se mueven. Por más que algunos incluso hablen de la fórmula tan tradicional de dos figuras y uno nuevo, a continuación rara vez lo plasman en la realidad los mismos que la predican.
Por eso, quien levanta la mano pidiendo la vez, tiene tan poco eco. Muy al comienzo de la campaña López Simón dijo eso de “aquí estoy yo”. Pero ya no tenía sitio en los carteles, con esa costumbre de cerrar en primavera las ferias del otoño. De hecho, después de sus dos puertas grandes en Madrid comprobamos que el torero de Barajas está conformando una campaña bastante razonable pero mayoritariamente a base de las sustituciones. Pero otro tanto aunque en distinta medida viene ocurriendo con esa esperanza que se anuncia como José Garrido. Lo peor es que el hecho de que uno y otro hayan ido triunfando en esas oportunidades sobrevenidas por las circunstancias no les garantiza que el año que viene se les tendrá en cuenta y, desde luego, que se les dejará acercarse a la exclusividad de quienes hoy reciben la consideración de figuras.
Esta fórmula de aparcar a aquellos que no se controla del todo, o sencillamente que rompen la rutina diaria, acaba generando unos resultados nada satisfactorios. Pero algo debe tener semejante fórmula para que nadie entre los que pueden --y deben-- hacerlo cambien el paso. Parece como si ese papel lo dejaran en exclusiva para la Casa de Misericordia de Pamplona --ajena a todo tipo de circuitos-- y para sus sanfermines, que ahí si que se da cabida a quienes triunfaron el año anterior y a quienes han destacado en los meses iniciales de la campaña. Añadamos que no deja de llamar la atención que sea el único abono al que determinadas figuras dicen “no” antes de que se lo propongan.
En el toreo se cumple inexorablemente, e incluso a pesar de sus propios protagonistas, una ley que está presente a lo largo de toda su historia: nada ocurre por casualidad, sino que tiene un origen determinado y unos protagonistas concretos. Y así, no es por casualidad que la gestión taurina favorezca ese inmovilismo que hoy comprobamos en los repetitivos carteles de un punto a otro de la geografía taurina. Dicho crudamente: se repiten porque así conviene a quienes tienen capacidad de controlar todo el proceso taurino. Por tanto, cuando un torero con valores propios se queda parado, no es porque no interese a los aficionados; sino en muchos casos porque ha sido aparcado por razones bastante ajenas a lo que en realidad ocurre en el ruedo.
Con la misma fuerza hay que afirmar que cuando un torero --Urdiales es paradigmático a este respecto-- se lleva unánimemente detrás a los verdaderos aficionados, tampoco tal ocurre como fruto de la casualidad. En el toreo no tiene cabida ningún encantador flautista de Hamelín recorriendo los caminos. El torero que rompe lo hace porque cumple, a pesar de todas las dificultades del camino, aquella famosa frase de El Gallo, que definía al toreo como “tener un misterio que contar y contarlo”.
A lo que en demasiadas ocasiones se le presta menos atención, es a que, para tener ese misterio que contar, el torero necesita hoy de una voluntad férrea para no perder la esperanza, para levantarse cada día e irse a entrenar como si tuviera 60 tardes contratadas. Una voluntad que pasa luego por tratar de torear tal como lo siente, desde el hondón del alma, al toro bueno y al malo; eso de distinguir entre uno y otro constituye un lujo que le está prohibido. Y para colmo, sin tener atisbo alguno de que semejante esfuerzo luego vaya a ser reconocido. Más empinado no se les puede poner su camino.
Citábamos antes a Diego Urdiales, pero no es distinta la lucha que llevan a sus espaldas, por ejemplo, López Simón, o el más joven José Garrido, o el aún todavía más nuevo Roca Rey, entre otros. Todos saben que hay que apostar al si o al también, que no hay más opción que esa. Por eso, hoy como ayer, cuando las cosas se enderezan y en la lucha alcanzan logros buenos, semejante cosecha a ninguno les vino de casualidad, sino como fruto de su empeño personal, en ocasiones titánico, por ganar esta batalla.
Lo que ocurre es que no todos alcanzan a ver esta recompensa; la historia contemporánea del toreo está repleta de nombres que reunían condiciones para llegar y sin embargo no lo consiguieron. Es lo que nos diferencia grandemente de otras etapas de la Tauromaquia, cuando constituía una verdad absoluta aquello de que “el toro pone a cada cual en su sitio”. Hoy, además, se necesita tener madera de héroe y contar a su favor con factores externos, que se conceden de forma completamente aleatoria.
Y así, quienes han sido aupados a la esfera de figuras, debieran comenzar por reconocer que por sí solos hoy por hoy no llenan las plazas. Madrid al margen, por ser un caso completamente sui generis, si tiramos de estadística se comprueba que en el día de hoy tan sólo con dos nombres crecen invariablemente las entradas: Morante y Manzanares; si además van juntos, cualquier complemento es bueno para rozar el lleno. En los demás casos, hay que combinarlos de a tres en tres para que la taquilla se anime, fenómeno que además no ocurre siempre, como se vio en Bilbao. Se ha consolidado ese mito, tan perjudicial como es, del “cartel rematado”, que a la postre es el más fácil de conseguir por los empresario una vez que, directa o indirectamente, tienen bajo su control la gestión de las propias figuras.
Para completar el cuadro, las figuras ya no tienen reparo en acaparar los festejos de las plazas de 3ª categoría, porque en otro caso no suman fechas a fin de temporada; la realidad es que se cierran todas las puertas a la renovación, al relevo hoy más necesario que ayer.
Sin embargo, bien podría decirse que esta fórmula de gestión es de muy cortos vuelos, porque en nada garantiza el futuro y el natural relevo generacional. En los últimos años hubo novilleros que ilusionaron y mucho. Es el caso, ya referido, de José Garrido, cuyos méritos se le reconocieron en todos los sitios; a día de hoy lleva tan sólo 1 festival y 13 corridas de toros (14 si se suma la sustitución de este jueves en Valladolid).
Un dato comparativo: en junio de 1972 adquirió el grado de matador de toros “El Niño de la Capea”; en aquella temporada, antes de la alternativa había toreado 22 novilladas y después sumó 58 corridas de toros. Y a partir de 1973 se mantuvo durante años como primero del escalafón. Cierto que el salmantino iba al amparo de la entonces muy poderosa la Casa Chopera, que aún no se había dividido en dos; pero tanta cancha como se le dio no se pudo deber exclusivamente a la empresa que lo llevaba; era la novedad --toda una categoría en el mundo taurino-- y las empresas se veían obligadas a tenerle en cuenta.
Incluso rebajando las cifras en la misma proporción que ha decrecido con la crisis el número de corridas de toros que se organizan, una trayectoria como la que siguió Pedro Gutiérrez Moya hoy resulta impensable. En la actualidad, el novillero puntero que toma la alternativa lo hace, en la inmensa mayoría de los casos, sin saber cuál será el siguiente día en el que se vestirá de luces; por el contrario, se ve obligado a seguir un camino muy cuesta arriba, pensando que en un genéricoalgún día --que no tiene fecha previsible-- se le reconocerá su esfuerzo y su valía.
Entre una cosa y otra, la realidad es palmaria: ni el escalafón se renueva, ni la Fiesta cuenta con nuevos alicientes, sino que se adocena muy alejada de los campos de la épica. Y llegado a este punto, la responsabilidad no corresponde a los aficionados; por el contrario, la responsabilidad primera debe adjudicarse a quienes se dedican a las actividades imprescindibles del negocio taurino, ya sea desde el oficio de empresario, ya en el de torero de elite.
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