¿Interesa el criterio de los aficionados o estos no son más que víctimas de los toreros?
Qué difícil es adentrarse en el mundo del toro! Pero no en los misterios de la bravura o en las neuronas de quienes buscan la gloria en las entretelas de la vida y la muerte. No. Lo realmente espinoso es conocer las cuestiones más simples; ahí es donde se manifiesta en su esplendor un circuito cerrado, plagado de secretos, medias verdades, raras alianzas, dependencias extrañas y comportamientos inexplicables. Quizá, ocurra así en otros muchos escenarios del ser humano, pero en el toro es como una bocanada de sorpresa y estupor.
¿Cuáles son, por ejemplo, los planteamientos básicos de un empresario de plaza de primera categoría cuando se dispone a confeccionar una feria? ¿Por qué razón decide contratar a unas ganaderías y a otras no, y a unos toreros en detrimento del resto?
El sentido común dice que el empresario actúa en función de los gustos de sus clientes y desde el convencimiento y la esperanza de que los carteles provoquen largas colas en las taquillas. Elemental.Pero, ¿y si no es así? ¿Y si resulta que después de confeccionar una feria de figuras y toros comerciales no aumenta la venta de abonos y la plaza no se llena? Llegado el caso, habría que concluir que ha habido un error. Elemental, asimismo.
Pongamos que hablamos de la Feria de Abril de Sevilla de 2017. Un abono con tardes redondas sobre el papel, con ‘carteles remataos’, como gusta decir por aquí abajo, cuajado de primeras figuras y ganaderías de postín. Lo que se llama una buena feria de Sevilla, como es tradicional en esta tierra, ‘como se ha hecho toda la vida de Dios’.

¿Cómo es posible, pues, que si el sentido común indica que cualquier empresa debe adaptarse a los cambios sociales y a las demandas de sus clientes, los taurinos se mantengan en sus trece con la misma propuesta?

Los carteles son bonitos, sí; pero no encierran sorpresa alguna, ni sola gesta, ni una noticia ilusionante. Carteles para la satisfacción de las figurasEl empresario presenta la feria a la sociedad, y cuenta todo ufano la categoría de las combinaciones, y expresa repetidamente su deseo de que los clientes se sientan entusiasmados y acudan en masa a las taquillas.
¿Y si no es así? ¿Y si ocurre como el año pasado, y el anterior y el anterior, que el público no responde, y el ‘cemento’ de los tendidos reluce más de lo deseable?
Es el momento de la siguiente cuestión: ¿alguien ha preguntado al público si esta es la Feria de Sevilla que quiere ver? ¿Ha realizado el empresario un sondeo de opinión entre sus clientes para conocer cuáles son sus preferencias? ¿Será cierto que el aficionado o el espectador prefieren seguir pagando un dineral por ver a las cómodas figuras que acuden con nobles y febles toretes debajo del brazo, o les gustaría, en cambio, un planteamiento radicalmente diferente?
Dicho de otro modo: ¿importa al empresario el criterio de sus clientes o estos no son más que víctimas propiciatorias de los caprichos de los toreros de postín? Y otra cuestión: ¿quién importa más al empresario, las exigencias de las figuras o las ilusiones de los aficionados?

Por lo visto, no hay un valiente en un despacho que sea capaz de dar un puñetazo en la mesa, escuche al público, revolucione la feria y ofrezca una propuesta alternativa. Quizá, esa tampoco sea válida, pero si eso ocurre la solución sería, entonces, cerrar a cal y canto la Puerta del Príncipe y reconvertir la Maestranza en un museo. Pero para evitarlo hay que romper con un pasado glorioso que hoy carece de sentido.
Ojalá que la Feria de Abril de Sevilla sea un éxito sin precedentes para bien de la tauromaquia y del propio empresario. Si así no fuera, se habría perdido una nueva ocasión para cambiar la fiesta de los toros de arriba abajo, que es lo que piden los nuevos tiempos: o cambio o desaparición.
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