Por Santi
Ortiz.
Estaba escondidito, por no decir postergado.
Cuando este año abrió en
San Isidro la Puerta Grande de Madrid llevaba toreadas siete corridas. Antes de
esta tarde de Bilbao sumaba quince.
Poco bagaje para quien fue declarado
triunfador de San Isidro.
Tampoco ha sonado su nombre en las muchas
sustituciones que, por suerte para unos y desgracia para otros, están
sucediéndose este año.
Cosas del negocio taurino. Pero es un dicho miles de
veces contrastado en el toreo que quien tiene la moneda la cambia.
Y Paco Ureña
la tiene, qué duda cabe.
Y ayer la ha pasado al cambio de la manera más rotunda
en el coso bilbaíno para reivindicarse como torero y, de paso, reivindicar el
toreo.
Habría que precisar, pues el toreo contiene una vasta constelación de
tauromaquias.
Tauromaquias muy distintas, incluso dentro de un mismo torero.
Por ejemplo, el propio Ureña, que, a veces, se arrebata, abre mucho el compás,
gesticula y se pone grandilocuente, como le ocurrió en Madrid, y otras, como
firmó en Bilbao, se deja conducir por la senda de la sobriedad, verticaliza más
su toreo, lo reposa, lo templa, lo degusta con más armónica elegancia, para que
gane en empaque, hondura y autenticidad.
La versión de Madrid podría ser la de
un toreo gritado frisando el patetismo; la de Bilbao, la de un toreo recitado,
grave, pausado, al que le sobran gritos y alardes, porque toda su inmensa
verdad se halla contenida en la esencia de sus formas. Esta de Bilbao es el
exponente del mejor Ureña y este Ureña el exponente del mejor toreo.
Un
toreo que en ambas versiones presenta como denominador común la verdad de sus
zapatillas quietas, del pasarse los toros muy cerca por traerlos embebidos con
la panza de la muleta y no con el pico, del ligar los muletazos en un palmo de
terreno a base de tirar del toro hasta llevarlo al punto donde el alargamiento
del viaje admite concatenar los pases con total economía de movimientos.
Un
toreo que se ensimisma en su quehacer, ajeno al público y demás circunstancias
externas a lo que es en sí el arte de la lidia.
Con esto último el torero
engrandece su dimensión y se sitúa en las cotas de los seres extraordinarios,
de esos que abren la puerta de la magia sin siquiera pretenderlo, porque nada
más que torean para ellos, para sentirse, para pulsar con sus muñecas todo los
sentimientos que tiritan en el fondo de su alma y transformarlos en arte del
mismo modo que el cantaor convierte en cante todas sus penas y fatigas.
Qué
opuesto todo esto al proceder de un torero que la tarde anterior, después de
dejarse ir enterito un gran toro porque su tan cacareada maestría se vio
superada por la casta del burel y aburrir con el otro hasta las ovejas
pasándose del habitual largometraje de sus faenas; faena en la que hasta se
dirigió al público pidiendo las palmas que su toreo era incapaz de generar,
tuvo la desvergüenza de decir posteriormente por el micro que su tarde podría
haber sido de dos o tres orejas.
Eso es engañar al público, mientras que lo de Ureña es conducirlo por la
senda de la autenticidad. Nadie además de él, sabrá la cantidad de afrentas,
cuitas, pesadumbres, dificultades y esfuerzos que conformarían el espíritu de
cada uno de sus lances y muletazos. Pero en la música insonora que compuso ayer
Ureña sobre la ferruginosa arena bilbaína flotaba una clamorosa reivindicación
de justicia; una demanda insoslayable que rubricó por dos veces poniendo su
vida en la punta del estoque para irse a por el triunfo volcándola en los
morrillos de sus toros.
La
feria de Bilbao 2019 ya tiene nombre propio.
Y Ureña, el indiscutible
triunfador, el honor de haber escrito con sus telas otra página inmortal para
la historia del toreo.
Había muchos arañazos de vida tras la reivindicación que
el diestro murciano hizo de sí mismo ayer en Bilbao; una reivindicación que,
además de al torero, reivindicaba al propio toreo. A ese, al verdadero, al
legítimo, al que hunde sus raíces en la inmortalidad.
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