En la piedra de la Plaza de Toros de Las Ventas, tendido siete, fila 12 asiento 38, en ese trozo de granito hay una muesca redonda, como un pocillo. Se lo han hecho las posaderas de El Rosco, de tanto sentarse tarde tras tarde. Desde ese medio metro cuadrado de plaza, truena la voz de Las Ventas, seca, rotunda cortando el silencio de la faena... «¡Me voy a bajar!», dice, y a veces se baja. Se queja Faustino Herranz, aficionado casi drogadicto de la fiesta de los toros, constructor en paro y pesadilla de algunos toreros, ganaderos, apoderados y presidentes, uno de los ‘niños malos’ del temible Siete de Madrid, guardián de la ortodoxia venteña y por continuación de la fiesta de los toros en general.
Es alto, ancho de hombros, serio de cara. El Rosco tiene trapío y hondura, como uno de esos toros que aplaude en cuanto asoman el morro por la puerta de chiqueros. A otros los pita y pide que los devuelvan. También tiene algo de sheriff de Alabama en una peli de los ochenta, o de esos personajes de las peleas del Oeste, tal vez por su costumbre de meterse en líos, que se ha metido en todos. Porque el Rosco se limita a hablar en alto, pero lo que dice no gusta. «Esta fiesta no necesita juerga y orejas, sino un toro encastado. No esos toros que van levantando las asistencias, que les ponen dos banderillas para que le hagan una faena a media altura y le corten dos orejas de las que no se acuerda nadie», se explica.
Para los profanos, en la ecuación que plantea Herranz hay un toro y un torero, pero primero está el toro, un animal fiero que permita la emoción. Y sin el toro no hay nada, de ahí su mosqueo y el de tantos otros que le siguen. Es la fiesta del «toro obediente, ovejuno», el que ha llenado de calvas los tendidos, según el esquema lógico del presidente de la Asociación El Toro de Madrid. Ese animal totémico es meta y camino, la única manera de llegar a la grandeza de la fiesta llamada de los toros, no de los toreros. De entre todos ellos, si se le pide uno recuerda a ‘Guitarrero’ de Hernández Pla, al que aún se lo imagina galopando a cuatro patas detrás de la muleta de El Cid «en esos naturales largos, largos, largos».
Multas y amenazas
Rosco lo vio sentado en la piedra ardiente del sol de Madrid a la que llegó en 1978. Desde entonces se ha perdido muy poco. Siempre ha estado allí, como un «buscador de emociones» y como el azote del sistema de un espectáculo bestial y sensible al mismo tiempo que debe ser la fiesta. Se ha puesto delante enemigos de todos los pelajes que en ocasiones metieron la pata con él. Durante cuatro años lo despertaban a las cuatro de la mañana para amenazarle por teléfono y de vez en cuando le dejaban notas en el cristal del coche: «Cuando te subas, saltarás por los aires». Otras veces metió él la pata, como cuando un comentario machista y ofensivo a una veterinaria le costó una condena y 250.000 pesetas de multa.
Así es El Rosco: grande, duro, sonoro y excesivo, como el propio espectáculo en el que se mueve como un verso suelto. Muchos le acusan de ser «reventador de la fiesta» a la que defiende –«Esos me lo dicen de lejos porque saben que si les hablo de cerca los convenzo»– y de no disfrutar, pero en su relato hay mucha pasión. Se viene arriba cuando recuerda a José Tomás. «Mira, estaba allí y se metió el capote detrás de los riñones y lo citó con la femoral. Se le vino el toro y cuando estaba a dos metros le enseñó la puntita del capote y el toro lo mandó... Allí arriba. Se recompuso y volvió a hacer lo mismo en el mismo sitio. Lo volvió a citar y le sacó la punta del capote y... El resto de la gaonera la vimos de pie, claro.
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1 comentario:
El dia que nos falte muchos se daran cuenta del merito que tiene y de la falta que hace un personaje tan grande para una plaza tan especial gracias a él.
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