Como corresponde a su encaste, fue de menos a más, empujó con los riñones en el caballo, acudió presto en banderillas y, llegado el tercio final, el animal ofreció toda una lección magistral de encastada nobleza, de codicia, de acometividad y calidad suprema.
La faena fue larga, pero el toro no dejó de embestir por ambos lados, con la cara por los suelos, persiguiendo con pasión la muleta y ofreciendo todo un recital de bravura.
Claro, que la casta no es bobalicona y al comienzo del trasteo puso en apuros a su matador, que se veía incapaz para detener y mandar el vendaval del tranco espectacular de su oponente, que se arrancaba de lejos con cierta violencia. A medida que se atemperó su fuelle, el toro fue ganando en suavidad, pero no perdió nunca un ápice del brío que caracteriza a los bravos de verdad.
Así, hasta siete largas tandas en las que no claudicó jamás y pedía guerra y más guerra para satisfacer su hambre de engaño.
.Pues a este toro, sorpréndase quien pueda, ni se le pidió la vuelta al ruedo, que el presidente, lógicamente, no concedió, lo que viene a demostrar que Las Ventas tocó fondo y quedó en entredicho y ridiculizada para los restos. Pero le cortaron una oreja que paseó su matador, Daniel Luque, que estuvo todo lo bien que puede estar un torero de medianías, más sobresaliente en el arrimón que en el toreo fundamental, que ejecuta con todas las ventajas de la imperante modernidad.
Luque no le llegó a los tobillos a toro tan extraordinario, un regalo de fijeza, prontitud, alegría y poder. Pero lo dicho no pretende ser ningún demérito, pues recuerden la frase de Belmonte a un torerillo: “Pídele a Dios que no te toque un toro bravo”.
A Luque le tocó, y lo volvió loco, como le hubiera ocurrido al 90% del escalafón de matadores.Destacó sobre todos ese toro tercero, pero toda la corrida, con sus altibajos, aprobó con altísima nota, pues hizo una buena pelea en los caballos y derrochó nobleza y un largo viaje en el tercio final; le sobró kilos y le faltó fuerzas para haber alcanzado un triunfo clamoroso.
Por cierto, Luque salió a hombros por la Puerta Grande tras una faena de algunos detalles al sexto, otro noble toro, que dio mucho más de lo que recibió. La plaza, no se sabe por qué, pidió la oreja con tal entusiasmo que no hizo más que reflejarse en su propio desconocimiento y decadencia. Esta noche, quien mereció salir por la Puerta Grande fue la corrida entera, pero no Luque, que estuvo muy por debajo de su lote.
Mucho más graves son los casos de Juan José Padilla y El Cid. El primero ofreció un recital de antitoreo ante su muy noble primero, al que aburrió a mantazos, siempre despegado, siempre en línea recta, a años luz de la calidad del animal. Noble, también y más parado el cuarto, y lo de Padilla, otra vez, fue un tostón.
Estaba El Cid haciendo como que toreaba al quinto y se escucha una voz popular que dice: “Queremos ver a El Cid”. Nunca menos palabras fueron más certeras. Queremos ver al verdadero El Cid y no a este, desconfiado, fuera cacho, acelerado y destemplado, que aburrió al toro y a toda la plaza. Tampoco encontró el camino ante el segundo, otro nobilísimo, al que muleteó con mucha rapidez y con escaso mando.
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