
Por desgracia, en silencio. Sin decir ni «mu». Maniatada por el cerrojazo antitaurino. Presa de ese nacionalismo exacerbado que carcome cualquier símbolo hispano hasta catapultarlo más allá de sus límites geográficos. Sobre su majestuosa fachada de estilo neomudéjar, con algunos retazos bizantinos, pende la espada de Damocles de un futuro incierto que tan sólo ilumina un rayo de esperanza: el
Antes, temporadas y más temporadas de buen toreo en las que Barcelona con hasta tres plazas en activo –La Barceloneta (1834) y Las Arenas (1900) ya anunciaban corridas de toros para entonces– fue referencia.
La Monumental pugnaba con Madrid y Sevilla por ser epicentro de la Fiesta. Barcelona era plaza de temporada y era frecuente que se programara más de una corrida por semana.
Al final de sus campañas, los primeros espadas del escalafón habían trenzado el paseíllo hasta cuatro o cinco veces. Basta con coger los carteles del inminente San Isidro para comparar el valor y la relevancia del coso de la Ciudad Condal.
Completamente en las Antípodas de su soledad actual, aunque el aspecto no da muestra alguna de abandono, y con la incógnita aún por desvelar sobre su futuro. Hasta el momento, la familia Balañá permanece a la espera de la resolución del Constitucional.
Ya saben, no hay mal, ni destierro, que cien años dure.
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