Cuando se arrastró el tercero de la tarde, la plaza entera irrumpió en una atronadora ovación que recogió desde el tercio Alejandro Talavante; pero cuando quiso iniciar la vuelta al ruedo, las voces discrepantes le obligaron a desistir de su empeño entre el silencio pasivo y martirizante de la mayoría. Incomprensible e injusta la actitud de quienes no quisieron reconocer que las Ventas acababa de ser escenario de un faenón con mayúsculas, y que ese torero había sido protagonista de un conmoción torera de dimensiones incalculables. Hizo el toreo más auténtico, más bello y más profundo que imaginarse pueda, cimentado todo él sobre la mano izquierda. Los naturales emergieron de un pozo desbordado por la belleza; el mando, la ligazón, el sitio, la disposición, la largura, la hondura…, toda la faena fue una lección magistral de toreo eterno.
El toro perseguía la muleta con encolerizada acometividad, y allí se encontraba con el mando y la templanza de una muñeca prodigiosa que hizo que la plaza quedara arrebatada por una verdadera explosión de sentimientos. Aún hubo otra más, con los tendidos radiantes y entusiasmados ante el volcán de torería de Talavante. Pero mató mal, de una estocada atravesada, y todo quedó en esa gran ovación que supo a paupérrimo premio para una faena tan hermosa.
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