En el listón de los 25 de años como matador de toros, la temporada de 2014 ha constituido para Enrique Ponce la de su entrada definitiva en esa segunda edad dorado de las figuras, cuando ya los triunfos no se miden por trofeos, aunque interesen; ya se miden especialmente por la satisfacción propia, por el puro placer de cuajar un gran toro, o de poderle a ese otro que no lo es. En esta segunda primavera el torero mantiene intacta su afición de siempre, se diferencia mucho de cuando un torero se mantiene por apurar lo posible antes de irse. Probablemente por eso es por lo que los aficionados lo siguen viendo tan a gusto; ya no esperan la tarde arrolladora de los fervores juveniles, ahora espera que saque a pasear todas las verdades del toreo.
En la vida de un torero suele haber dos momentos dorados. Uno se da habitualmente en los comienzos, cuando al factor de ser la novedad se le une esa fuerza singular que hace que todo lo pueda. El otro llega cuando su consagración ya es un hecho incontrovertible, y es cuando el torero hace el paseíllo pensando en primer término en su propio disfrute. Después de haber vivido a raíz de la Corrida de la Prensa de Bilbao su primer momento dorado de forma arrolladora, Enrique Ponce está instalado hoy en aquella otra segunda etapa, la de torear por torear, para satisfacción propia.
La campaña de 2014, en la que ha sobrepasado las 40 tardes, ha sido un buen exponente de este otro momento dulce y dorado de Ponce. Aunque haya estado presente ese sentimiento natural de culminar de forma brillante su carrera, durante toda su temporada se ha advertido que lo suyo ya estaba en otra honda.
Sin embargo, estar en esa segunda primavera no presupone de modo necesario que el torero deje de pisar el acelerador. De hecho, es cuando Ponce ha vuelto, por ejemplo, al ruedo de la Maestranza y al de Las Ventas, después de unos años de ausencia. Pero satisfacción íntima también conlleva, sobre todo para quien es consciente de lo que representa, no ir birlogueando sin plazas de mucho compromiso. Ahí está para confirmarlo su doble comparecencia de las Corridas Generales de Bilbao.
Según nos dice la historia, todo este fenómeno suele ir muy en paralelo con el grado de afición del protagonista. Para quien por estricta afición constituye un reto personal, incluso por delante del dinero o de la fama, asumir un compromiso que en sentido estricto resultaría innecesario, presupone sentir íntimamente y en toda dimensión lo que se esconde tras la palabra torero.
De hecho, si se piensa un poco los éxitos ya no se miden principalmente por el número de trofeos conseguidos. Ni por parte del torero, ni por parte del aficionado. Para los dos el éxito se fundamenta, según las circunstancias, en una lidia o un toreo profundos, largos, de verdad. Qué duda cabe que sin haber alcanzado el triunfo clamoroso, tanto en Sevilla como en Madrid o en Bilbao Ponce dejó su firma al pie de cosas importantes que hicieron disfrutar al aficionado.
Por lo menos hasta este 2014 Enrique Ponce ha tenido la cabeza sobre los hombros --como previsiblemente ocurrirá en el futuro inmediato-- para justificarse por sí mismo. Y aunque lo parezca esto no es ninguna obviedad: a cuántos toreros les hemos visto apurar sus últimos años, incluso cuando lo hayan hecho dignamente, con el objetivo básico de garantizar su futuro económico, o dicho en formas más taurinas: para terminar de pagar la finca que se han comprado.
Ahora cuando este 2015 comienza a desperezarse, cuando en el horizonte ya está Olivenza y Castellón, Enrique Ponce supera sus 25 años como matador y casi 30 desde que hizo su primer debut. Y lo hace sin haber pasado de moda,sino que sigue interesando, sigue siendo necesario para dignificar una feria. No resulta fácil encontrar un termómetro mejor para medir su historia
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