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El arte es creatividad, manifestación de sentimientos, expresión del misterio que cada artista lleva en el alma; pero el arte también es transmisión de toda esa creatividad, de todos esos sentimientos, de todo ese misterio, para hacerlos llegar a otras mentes, a otras inquietudes, a otros estados de ánimo, a otras personas que se hacen receptoras del mensaje que el artista les manda inmerso en su obra artística.
El acto artístico no se consuma sin un contemplador, sin alguien que recoja, para que no se pierda en el vacío, lo que el alma del artista ha echado al mundo de la realidad.
Situados en el discurso termodinámico, sabemos que la evolución espontánea de las cosas, de los sistemas en general, sigue un proceso irreversible que nos conduce de estados ordenados a otros más desordenados, donde se ha perdido información.
Sírvanos de ejemplo el caso de un bello jarrón de cerámica que unas torpes manos han dejado que se estrelle contra el suelo haciéndose añicos.
El proceso es irreversible; esto es: sólo se da en un sentido, puesto que no habrá ningún proceso espontáneo que reuniendo los fragmentos nos devuelva el jarrón tal como inicialmente estaba. Lo mismo ocurriría de quemar un tronco de leña: el tronco se convertirá en cenizas; pero con las cenizas jamás podríamos restituir el tronco de nuevo.
Y en ambos casos ha aumentado el desorden –había más orden, más organización, en la estructura del jarrón y del tronco que en los fragmentos y la ceniza, respectivamente– y se ha perdido información: contemplando sólo los fragmentos del jarrón o las cenizas no podríamos averiguar cómo era el jarrón original ni el tronco consumido.
Sin embargo, hay situaciones que se empeñan en invertir este modo espontáneo de discurrir las cosas. Hay más orden, más información, en la estatua esculpida por el artista que en el bloque de mármol de donde salió.
Igual ocurre con cualquier organismo vivo, mucho más estructurado y organizado que cualquiera de las moléculas o átomos que lo componen.
O en cualquier acto de creación: este artículo que estoy escribiendo y que tú, lectora o lector, tienes ante los ojos, posee infinitamente más orden e información que el conjunto de letras y palabras que lo forman si te las presentase esparcidas aleatoriamente.
Así que podríamos aventurar que la materia viva, el arte y hasta el propio hecho de crear supone la consecución de estructuras improbables que invierten la espontánea irreversibilidad del mundo. De ahí que tanto la vida como el arte tengan algo de milagroso.
De milagroso, podría tacharse también el hecho de la comunicabilidad artística. No lo hacemos –ni siquiera solemos reparar en ello– porque dicha capacidad está avalada por una experiencia de milenios de historia del arte y porque lo hemos experimentado cientos o miles de veces en nosotros mismos.
Pero no porque nos parezca natural tiene el hecho menos trascendencia.
Que algo de lo que bulle en la fantasía, en el ingenio, en la inspiración de una mente, salga de ella concretada en un objeto artístico, se traslade a través del espacio y el tiempo hasta alcanzar otras mentes y sea capaz de estimularlas comunicándoles parte de las ideas y sentimientos originales, no deja de ser un prodigio; portento que nos pone a las puertas de intuir otra maravilla: la posible existencia de una parcela común a la mente del hombre, sensible al arte, que permanece latente en la profundidad de nuestras almas a la espera de algún lenguaje estético que la despierte y ponga a funcionar, lo mismo que el libro aguarda a un lector que abra sus páginas para que la historia que encierra vuelva a tomar vida.
Como parte integrante del Arte, el toreo participa también de ambos asombros. Del primero –ir en contra de la irreversibilidad del mundo–, porque el toreo es un cosmos donde cada cual cumple una función especificada a priori en las reglas que lo rigen. En el ruedo, se alcanza orden a partir del caos que el toro trae consigo; el caos debe tornarse orden y estructura en el discurrir de la lidia.
Del segundo –la comunicabilidad–, porque, de lo que el hombre logra construir con el toro en la arena, algo hay que llega a los tendidos para activar los sentimientos y la mente de los espectadores en una mezcla de emociones y conocimiento.
Deconstruyamos –esto es: deshagamos analíticamente en sus elementos– la estructura conceptual de la comunicabilidad del Arte. Dentro de ella, tenemos por un lado la adquisición de conocimiento y por otro la transmisión de emociones. Tanto una como otra, pueden darse entre la mente que crea y la mente que contempla, o entre la mente que crea consigo misma; es decir: una autocomunicación del artista consigo mismo. Algo, por otra parte, imprescindible para que el arte fluya. No obstante, posterguemos este análisis para luego, y sigamos ahora con la anterior deconstrucción. A partir del elemento cognitivo, llegaremos al gozo intelectual. A partir de la transmisión de emociones, podemos distinguir dos tipos: la emoción del peligro y la del deleite estético; mas, tanto una como otra entrelazarán sus efectos para dar lugar a la experiencia estética.
A diferencia de la experiencia práctica, que busca la utilidad o el beneficio; la experienciateórica, que tiene ante todo un objetivo cognoscitivo; o de la implicación personal, que depende estrictamente de los intereses y vivencias personales, la experiencia estéticacontiene su satisfacción y finalidad en sí misma. No obstante, un concepto como éste, que ha dado lugar a tantas definiciones y sobre el que se han tendido tantas teorías escapa aquí de un tratamiento general, por lo que nos será más útil ceñirnos a aplicarlo al caso particularísimo de la que produce el toreo. De esta forma, soslayamos el problema principal que hizo dificultoso encontrar tanto una definición como una teoría de dicha experiencia: la diversidad de objetos a los que se aplicaba.
Comencemos precisando algunos de sus elementos. En primer lugar, el aislamiento que rodea al objeto estético y que lo separa del espectador. Toda la acción de la lidia ocurre dentro del ruedo, círculo de arena al que delimitan las tablas de la barrera, como los marcos de los cuadros sirven para aislar el lienzo que contienen o el escenario del teatro delimita la frontera que separa el lugar donde transcurre la obra del patio de butacas y los palcos donde se ubican los espectadores. En el caso del toreo, éstos ocupan los tendidos y gradas de la plaza, separados del ruedo por esa especie de foso llamado callejón. En segundo lugar, este alejamiento espacial de la acción garantiza la distancia psíquica que necesita el espectador para perder la conciencia de sí mismo y concentrarse en lo que ocurre en la arena. Una tormenta acompañada de un imponente aparato eléctrico puede ser un espectáculo grandioso, pero no para quien, en medio del campo, vea caer los rayos a su alrededor. El espectador en la plaza podrá sentir miedo por el torero, pero él se siente seguro y protegido de lo que ocurre en el ruedo hasta el punto de poderse olvidar de sí mismo. La experiencia estética en el toreo es también desinteresada, en el sentido de ser capaz de eliminar durante algún tiempo de la mente del espectador cualquier cosa que prácticamente le interese. Cuando el público muestra su partidismo hacia un torero manifestando su empatía hacia él de forma interesada, su experiencia deja de ser estética para convertirse en práctica. En la verdadera experiencia estética, el público se emociona y entusiasma con lo que le llega del ruedo, aunque provenga del torero rival, porque en esos momentos no es otra cosa para él que un creador de belleza.
No es posible, empero, atribuir a la experiencia estética el mismo principio de objetividad que cumple la Ciencia. En ésta, las respuestas que el científico obtiene de la Naturaleza deben tener carácter universal y ser independientes de quienes hicieron la pregunta. Dicho de otra forma: en el conocimiento científico, la mente creadora es pura anécdota. El teorema de Pitágoras o las Leyes de Newton, por ejemplo, son universales dentro de la Geometría de Euclides o de la Mecánica Clásica, que son sus respectivos campos de aplicación, y su efecto total es independiente de quiénes fueron Pitágoras o Newton. Ni en el Arte ni en la experiencia estética ocurre eso. Tanto la obra comunicada como lo que de ella se recibe parece algo mucho más subjetivo y dependiente tanto de la mente creadora como de la receptora. Ni siquiera pretende el acto artístico una universalidad semejante a la científica. Cuando el torero convierte en belleza las formas que crea con el toro, lo lógico es pensar que la experiencia estética que cada espectador tiene de ese acto, único para todos, es distinta en cada uno de ellos, o, al menos, nada garantiza que todos perciban lo mismo. Sin embargo, la simultaneidad de la respuesta y el impacto que, de manera súbita a modo de revelamiento, un mismo acto artístico llega en ocasiones a provocar en la colectividad que lo contempla, hace pensar en cierto tipo de “universalidad”. Elijamos uno entre la multitud de ejemplos que podían citarse.
Sevilla. Feria de abril del 2002. Octavo festejo del abono. Quinto toro de la tarde. Curro Molina, banderillero a las órdenes de Finito de Córdoba, está bregando bien con el capote. Terminado el tercio de banderillas, cita al toro para cerrarlo en tablas. Con el compás abierto, le suelta una mano a su capa y con la otra va llevando al toro en torno a su cintura cosido al vuelo del engaño. Lo hace limpiamente sin un enganchón, mandando con cadencia, despaciosamente, sintiéndose torero; esto es: emocionándose con lo que ejecuta, con garbo, con duende, con embrujo. La suerte se remata mientras la flor del arte ha germinado en todos los corazones que lo contemplan. En el mismo instante en que el lance se acaba, como si una orden interior hubiese puesto a todos de acuerdo, la plaza entera se pone en pie al unísono, mientras atrona el aire un ole desgarrado, sentido, emocionado, que sale de todas las gargantas. Rompe a tocar la música en honor del torero de plata, abriéndose paso a duras penas entre la ensordecedora ovación. Una conmoción delirante nos sacude a todos los que hemos tenido la fortuna de presenciar tan bellísima obra.
Analicemos la escena. Un solo capotazo, uno, dado por un banderillero, cuyo nombre, seguramente, preguntarían muchos de los presentes después del acontecimiento por no saber siquiera de quién se trataba, ha bastado para arrancar un alarido de júbilo a todos los contempladores; dicho de otro modo: el fogonazo artístico de Curro Molina ha conseguido estimular y remover “algo” dentro de la mente o las entrañas de los espectadores y los ha hecho saltar de sus asientos y manifestar la emoción sentida. Cada espectador ha actuado de forma individual, pero todos han reaccionado al mismo tiempo y de la misma forma. No existía ninguna consigna que los pusiera de acuerdo; mas su reacción ha sido simultánea: todos a la vez. Y cuando digo todos, digo los de sombra y los de sol, los de localidades altas y los de las bajas, los ricos y los pobres, los eruditos y los analfabetos, los terratenientes y los jornaleros, los beatos y los crápulas, los entendidos y los legos, los del campo y los de la ciudad, los viejos y los jóvenes… ¡Todos!
No cabe duda de que en el capotazo de Curro Molina debía latir ese misterio indefinible de la belleza capaz de lograr la respuesta común a la experiencia estética particular que haya sentido cada espectador. Sea porque una revelación intuitiva, a partir de la expresión sentida apasionadamente por el torero, nos haya puesto en contacto con una realidad oculta y misteriosa que haya hecho surgir el nacimiento de la belleza en nuestras almas, o porque, como sostenía Kant, la similitud física de las mentes humanas da fundamentos para pensar que el objeto artístico que emocione a un hombre emocionará también a otros, lo cierto es que en este milagro late un principio de universalidad que involucra al arte del toreo y, como mínimo en su respuesta, a la experiencia estética que produce.
El ejemplo citado ilustra una situación muchas veces repetida en el toreo. Un diestro está toreando, por ejemplo, por naturales. Da el primero y no pasa nada. Da el segundo y tampoco. Y al dar el tercero, la gente reacciona con una emoción incontenida y el ole surge de todas partes. Está claro que ese “tercer natural” tuvo que poseer algo de lo que carecían los anteriores; algo –como antes el lance de Curro Molina– capaz de impresionar de modo incontenible la sensibilidad de los espectadores para hacerlos manifestarse de manera entusiasta espontáneamente y en sincronía. Aquí tenemos de nuevo expuesto el milagro de la universalidad comunicativa del toreo.
El torero, como el actor de teatro, el músico de una orquesta o la danzarina de ballet, forma parte de la obra misma, está dentro de ella
No es el único. Veamos el diferente papel que la mente creadora –en este caso, la del torero– juega respecto a las que producen otras modalidades artísticas como la pintura, la escultura, la arquitectura o la literatura, por ejemplo. En todas ellas, la propia naturaleza de su arte permite al creador ser también contemplador de su propia obra, tanto en su desarrollo como una vez terminada, esto es: el artista puede participar, desde su subjetividad, de la misma experiencia estética que los demás. El pintor puede asumir el papel de contemplador y ver su propio cuadro. Lo mismo que puede hacer el escultor con su escultura, el arquitecto con su edificio o el escritor leyendo su novela. Y pueden hacerlo porque todos están fuera de su obra. El torero no. El torero no tiene esa posibilidad. El torero, como el actor de teatro, el músico de una orquesta o la danzarina de ballet, forma parte de la obra misma, está dentrode ella. El torero no puede verse torear cuando está toreando, como hace el público que lo contempla. El torero sólo ve al toro que le pasa por la cintura, que le clava los ojos en el alma, que dialoga con él de manera inefable. No puede verse a sí mismo desde fuera. Sólo tiene una intuición que le hace sentir cuándo está haciendo las cosas del modo en que quiere expresarlas y cuándo no. Por lo tanto, la autocomunicación que la mente creadora tiene de lo que está componiendo con el toro es radicalmente distinta a la del pintor, el escultor, el arquitecto o el novelista y a lo que el espectador ve. El torero sólo ve una parte de la composición. El público la contempla entera.
El milagro al que me refería considera cómo dos complejidades tan distintas –la del torero y la del receptor– pueden llegar a lograr esa sintonía de emociones a la que antes aludían los ejemplos citados. No cabe duda de que lo sentido por el torero y lo que el espectador siente a través de lo que el torero le transmite son dos cosas distintas. No obstante, sin que se produzca el primer sentimiento será imposible que el sentimiento del espectador llegue a tener lugar. La mente creadora, desde su percepción parcial del objeto artístico del que forma parte, ha de llegar a emocionarse con lo que está haciendo si pretende emocionar a las mentes que lo contemplan. Dicho de manera tajante: sin que se produzca esa primera emoción, la otra es imposible. Sin embargo, siendo ésta condición necesaria no es también suficiente, pues puede darse el caso de que la mente creadora llegue a emocionarse con su labor y esa emoción no se transmita o no alcance al receptor por el motivo que sea.
Quedémonos, no obstante, con que la mente creadora se emociona con su propia obra; esto es, que llega a darse esa categoría básica de la experiencia estética que es la poiesis, término que no designa otra cosa que el placer producido en la mente creadora al tomar conciencia de su propia obra. Es algo así como la “iluminación” de que hablaba Heidegger, el éxtasis que supone para el artista el tránsito que convierte su proyecto, su idea, en realidad.
Es entonces cuando el espíritu creativo remonta en su danza las miserias, las tristezas, las dudas, hasta volar por los cielos del paraíso
Esta fascinación puede ser tan intensa que llegue a provocar una comunión catártica entre la mente creadora y la contempladora. Esto suele ocurrir cuando la inspiración se eleva de lo más profundo del artista hasta inundar todo su ser, llegando a nublar sus sentidos como si una embriaguez narcótica se hubiese apoderado de sus facultades mentales. Es entonces cuando la Naturaleza misma, se presente como amiga o como enemiga, y el propio toro, parecen reconciliarse con la mente que se da plenamente a crear y favorecen dicha creación. Es entonces cuando el hombre se identifica con el hombre, y el torero siente cómo se desploman todas las barreras, todos los obstáculos, dejándole vía libre hacia la libertad; propiciando que pueda aplacar su fiebre sin estorbos sintiéndose inmerso en una armonía universal por la que su imaginación, su sentimiento, su música interior, logran campear a sus anchas dueñas de su propio destino. Es entonces cuando el espíritu creativo remonta en su danza las miserias, las tristezas, las dudas, hasta volar por los cielos del paraíso. Siente, percibe, nota que el toro y él mismo se han transformado en dioses, en fuerzas de la Naturaleza penetradas por el indómito espíritu de la primavera, que todo lo inunda de vida, de genésica exuberancia. Es entonces cuando, dentro de esa “borrachera de toreo”, de esa turbadora exaltación dionisiaca que arrastra en su brío a toda mente contempladora hasta sumergirla en un completo olvido de sí misma, el torero, más que artista, se reconoce obra de arte; cuando formando parte de su obra se identifica totalmente con ella en la catarsis que ha provocado en los contempladores y en el vínculo de identificación y complicidad que ha establecido con ellos.
Sirva esta exaltada descripción para dar idea de hasta dónde puede llegar, en torno a sus valores estéticos, la comunicabilidad del toreo. Pero, como hemos apuntado, no todo es experiencia estética. También hay conocimiento… y memoria. De ello hablaremos en el próximo capítulo.
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