
Era su única tarde en el abono abrileño. Se hospedaba en la habitación 604 del Hotel Colón, como los grandes toreros en las citas de relumbrón. Por la mañana pidió al abogado Joaquín Moeckel que localizara a aquella chica del artículo de prensa para invitarla a ella y a sus padres a vivir junto a él una tarde tan especial en la carrera de un matador: desde que el torero se viste en la intimidad de la cuadrilla y sus colaboradores, hasta que sale a la plaza. Livia llegó al hotel con sus padres: el escritor y poeta Joaquín Caro Romero e Inmaculada Rodríguez, aquella niña interna de las Hermanas de la Cruz que fue madrina de la coronación de la Virgen de la Esperanza.
Padilla les invitó también a ver la corrida, en el tendido 5, a la vera de la barrera que se adorna con los capotes de paseo de los matadores. Dedicó a Livia la faena de su segundo toro. Caro Romero, quién lo diría, volvió a la Maestranza en la que tantos años firmó crónicas taurinas que eran pura literatura. A Padilla le falta el ojo izquierdo, tiene reducida la sensibilidad en el rostro y un oído destrozado por aquella terrible cornada que sufrió en Zaragoza. Lejos de caer en depresiones, coger la puerta de atrás y quedarse en una finca maldiciendo la mala suerte, Padilla fue el líder en la estadística del escalafón taurino de la temporada pasada. Y la actual temporada la ha comenzado saliendo a hombros en la Feria de la Magdalena.

Ni el atropello, ni la minusvalía. Ni la cornada de un toro, ni la de un tumor. Hay ciudadanos ejemplares para cualquier urbe, vecinos de los que estar ogullosos porque no se arrugan ante la adversidad. En esta sociedad insatisfecha que parece medirlo todo en función del concepto de calidad de vida, hay gente que no se pregunta si su vida tiene calidad, ni se entristece los lunes, ni los primeros de septiembre. Lidian el toro que les ha correspondido en suerte.
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