Pero la oración puede volverse literalmente por pasiva: no todos los que han sido de 80 tardes al año fueran por ello grandes toreros, En esto, el paso del tiempo suele poner en valor a cada cuál. Sin embargo, sólo los grandes toreros dejan pozo en el recuerdo de los verdaderos aficionados.
Pensemos, por ejemplo, en la dimensión enorme que tuvo un torerazo como Rafael Ortega, el de la Isla de San Fernando.
O recordemos sin ir más lejos a Luis Francisco Esplá.
Ninguno de ellos fue la base de las ferias, pero qué a gusto se les veía en los ruedos. Más allá de esas cosas del G-5, que al final serán históricamente una anécdota, habría que crear una nueva categoría, dicho sea hasta en su propio sentido metafísico: el torero que debe ser declarado ”especie protegida”, para todos esos que no pondrían a diario el “No hay billetes”, pero que, en cambio, cumplían la delicada misión de mantener viva las verdades permanentes del toreo y de la lidia, esas que van más allá de las modas ocasionales, tan caprichosas como son.
En nuestros días debiéramos declarar “especie protegida” a Antonio Ferrera. Sin provocar fervores encendidos, qué torero ha estado toda la tarde frente a unos “alcurrucenes” con muchas complicaciones y mucho que torear.
En cada momento ha ido haciendo lo que correspondía a la lidia y, cuando hubo ocasión, dejó una serie de naturales soberbios.
Transmite ese mensaje de verdad en lo que en cada momento hace, gracias al cual hasta las situaciones complejas acaban por parecer sencillas.
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