A Diego Ventura le regalaron su décima Puerta del Príncipe por una faena irregular, muy alejada de otras tardes de gloria protagonizadas por este caballero en esta misma plaza. Andrés Romero también paseó el obsequio inmerecido de las dos orejas del sexto de la tarde. El público, bullanguero, triunfalista y pueblerino, y los toros, tristones, amuermados, con cara de pena… En fin, un espectáculo penoso, muy triste e impropio del prestigio que un día tuvo la Maestranza.
Esto se acaba. Como alguien —autoridad, toreros, rejoneadores, empresarios, ganaderos y taurinos sin graduación— no ponga remedio, el espectáculo taurino morirá más pronto que tarde por su propia inanición y sin ayuda de opositores. Festejos como este, celebrado en plena Feria de Abril, ponen de manifiesto que un cáncer con serias aspiraciones de ser mortal se mueve a sus anchas por los entresijos de la fiesta.El espectáculo de rejoneo interesa cada vez menos. Prueba de ello es que una de las grandes figuras del momento actual como es Ventura no fue capaz de llenar la plaza. Pero es más: el desarrollo en sí del festejo carece de ritmo e interés; el encuentro entre el caballero y el toro es desigual, porque se enfrentan caballos poderosos, bien domados y alegres con toros amorfos, descastados y tristes. No existe la lidia, sino un juego irrespetuoso con el toro, auténtico convidado de piedra, en un espectáculo reducido a los números circenses del caballero. Da igual clavar al estribo que a la grupa; no importa hacerlo en lo alto o en los costillares, pasar en falso o acertar a la primera, porque lo importante es galopar y galopar, y acertar con el rejón de muerte, aunque la suerte final se haya convertido en una caricatura.
Además, el rejoneo se está quedando obsoleto. Todo suena a visto, como esa antiguada coreografía que los caballeros realizan tras el paseíllo, unos pasos insulsos e incoloros que repiten tarde tras tarde, como esa forma de engañar al toro siempre con ventajas, como esa imprecisión a la hora de colocar rejones y banderillas.
Ventura es un rejoneador que está bien hasta en las tardes grises. Su cuadra es espectacular y eso se nota. Ayer no levantó pasiones ante su primero, en una actuación muy difusa, con pasadas en falso y muchos tropiezos de los caballos con el toro. Mejoró ante el quinto, en el que emocionó de verdad cuando a lomos de Sueño citó a media distancia, el animal cabalgó hacia atrás con el toro ya arrancado, al que quebró espectacularmente en el encuentro y quedó una banderilla en todo lo alto. Extraordinario, sin duda. Pero no hubo faena redonda, sino, otra vez, pasadas en falso, un tropiezo con el caballo Maño que pudo acabar en drama e imprecisión con las banderillas cortas. Le concedieron inmerecidamente las dos orejas y se lo llevaron a hombros por la Puerta del Príncipe. Seguro que él, mejor que nadie, sabe que es un premio devaluado.
Andrés Romero sabe que la espectacularidad es una de las bases actuales del rejoneo, y procura imprimir dinamismo y jolgorio a sus actuaciones. No pudo brillar ante su primero, muy parado, pero salió en el sexto como si la pradera fuera suya y dispuesto a epatar con cabalgadas al mismísimo Séptimo de Caballería. Le sobra ilusión y le falta reposo y precisión. Es tremendista, se deja tropezar los caballos y jalea que es un primor. Divirtió al pueblerino público y le obsequiaron, sin mérito alguno, con las dos orejas. Pues muy bien.
Y el portugués Fernandes se esforzó ante su segundo porque, de entrada, se mostró cansino y aburrido. Templó bien ante el cuarto y quebró con soltura, se dejó llegar el toro muy cerca de las cabalgaduras y salió airoso de los encuentros. Vamos, que no estuvo mal.
Al final, dos triunfadores muy devaluados y en el ambiente una sensación de tristeza muy grande. ¡Quién te ha visto y quién te ve, Maestranza!
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