La plaza de la Maestranza estuvo a punto de vivir una de las páginas más tristes de los últimos años. Si la presidenta no aguanta la presión de la mayoría de los tendidos y concede la segunda oreja a Manzanares en el quinto de la tarde, el torero alicantino hubiera salido por la Puerta del Príncipe sin mérito alguno para ello. Tanto es así que, a pesar de que cortó dos orejas, ofreció una imagen paupérrima como torero desbordado, sin recursos y ventajista, defectos que el público convirtió en virtudes y creyó estar viendo a una figura en plenitud.
Será verdad aquello de que unos nacen con estrella, y otros, estrellados. José María Manzanares es de los primeros, y debe de ser una bendición venir al mundo con la suerte de que la gente te cante todo lo que haces sea bueno o una mamarrachada. Por razones diversas, por ser hijo de quien es, por su buena fachada, por su innata elegancia, o vaya usted a saber por qué, Manzanares ha caído de pie en esta Sevilla tan veleidosa. Tan de pie, que muchos, sin conocerlo de nada, le llaman Josemari, con esa familiaridad tan falsa como cercana.
Pues Josemari es un consentido de esta plaza; pero lo es para vergüenza de esta desconocida y hundida afición que ayer causaba bochorno con su actitud bullanguera y triunfalista ante un torpe torero que fue incapaz de domeñar la dificultosa embestida de su lote. Sin embargo, amigo, haga lo que haga Manzanares, se analiza con buenos ojos que parecen estar asistiendo a una obra de arte.
La plaza se inundó de pañuelos, y, por un momento, se presagió el derrumbamiento total del prestigio ya mermado de esta plaza. La presidenta sacó un pañuelo y los enloquecidos partidarios pedían y pedían la segunda oreja, que hubiera acabado en un gran despropósito. Afortunadamente, prevaleció el sentido común y la bronca de los decepcionados la debe dar por buena la señora presidenta. Dos —una y una— es un injusto premio solo merecido por un consentido de esta plaza sevillana que hace tiempo perdió el norte y la vergüenza torera.
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