Por SANTI ORTIZ.
De un manotazo, barremos de la mesa sesenta tacos de almanaque y nos
situamos en este mismo mes de 1960. Medio siglo y una década dan juego
para que la Fiesta haya experimentado cambios notables. Por ejemplo,
constatar el hecho doloroso de que entonces había mucha más afición a
los toros que ahora. Para muestra un botón: en aquella temporada, La
Maestranza de Sevilla no cerró sus puertas una sola vez en ningún
domingo ni festivo desde que iniciara su andadura el 17 de abril, con la
corrida del Domingo de Resurrección. Y así continuó hasta el broche
oficial del 12 de octubre, con la novillada de la Prensa. ¡Igualito que
estos últimos años!
Fue un septiembre aquél muy
alternativero. Tomó el doctorado en Aranjuez, de manos de Curro Girón
con Paco Camino de testigo, el hijo homónimo del genial Victoriano de la
Serna. En la Monumental de Barcelona, recibiría la alternativa Manolo
Carra, llevando por padrino a Antoñete con Dámaso Gómez dando fe. Y en
la siempre muy notoria corrida goyesca, la plaza de Ronda se pondría de
gala –9 de septiembre– para presenciar la cesión de trastos que el
poderío castellano de Julio Aparicio, en presencia del arte de Antonio
Ordóñez, le hizo al duende gitano de Rafael de Paula, quien el día
anterior se había despedido de novillero en Ayamonte.
Sin
embargo, el horizonte del futuro no estaba situado en ninguna de esas
coordenadas. Aunque nadie lo advirtiera todavía, el toro de una nueva
época ya correteaba por la plaza de la historia tomando por marco la
provincia de Córdoba. Palma del Río, Belmez, Priego, Lucena, Pozoblanco y
la mismísima plaza de Los Tejares, entre otras, acogen el impetuoso
crepitar de una llama nueva, viva, desconcertante e incontenible, que
extiende el reguero de su asombro por Écija, Lora del Río, Andújar y
otras poblaciones del sur de España. Los resultados son escandalosos. En
este mes de septiembre, el causante del “incendio” se anuncia “solo
ante el peligro” en su pueblo –Palma del Río–, con el prólogo ecuestre
de Alvarito Domecq, mata tres novillos y se lleva en el esportón seis
orejas y el rabo del tercero. En Belmez –el día de la alternativa de
Paula–, gana la Oreja de Oro en litigio con Curro Montes y Manuel
Sánchez Saco, después de cortarle las orejas, el rabo y la pata a cada
uno de sus dos astados. Y cuatro orejas, dos rabos y una pata, se lleva
de Priego unos días después. Su temporada, iniciada el 15 de mayo en el
coso de Los Tejares –el día de la célebre y premonitoria crónica de José
Luis de Córdoba, titulada “¡Tila!”–, se cerrará el 4 de diciembre,
sumando 33 festejos –16 novilladas sin picadores, 14 con caballos y 3
festivales–, en los que estoquea 72 novillos, a los que corta 90 orejas,
31 rabos y 13 patas. ¡Un festín!
En su pueblo, al fenómeno
lo conocen por El Renco, única herencia que le dejó su padre, José
Benítez, al que apodaban así por una dolencia que le hacía renquear; un
obrero republicano al que las autoridades franquistas solo permitieron
salir de la cárcel donde lo habían metido, cuando la tuberculosis que le
pudría el pecho estaba a punto de asestarle el último derrote.
Como Renco se anunció el fenómeno en sus primeros carteles. Luego
fue Palmeño, hasta que Rafael Sánchez, El Pipo, se embarcó en la
aventura de apoderarle –proyecto en el que, salvo él y el torero, nadie creía– y le cambió el apodo –y con él sigue hoy– por el de El Cordobés.
¿De dónde venía ese Cordobés que El Pipo se había sacado de la
manga?... Venía de la extrema pobreza, del descarrío, del furtivismo y
el vagabundeo. Venía de la orfandad, del abandono, de la soledad y el
desamparo. Y sobre todo… ¡del hambre! Un hambre crónica de veinticuatro
años, añeja, capaz de arrancar de sus tripas vacías una sórdida música
de miseria. Un hambre que le afila los pómulos, aflora sus costillas y
agalga su cuerpo, flexible y correoso, hecho al palo y la huida, al
desprecio y a la rebeldía. Un hambre que agazapa en lo más profundo de
sus ojos un centelleo salvaje de brasa y pedernal y le coloca entre los
dientes una faca que presta ferocidad a su sonrisa.
He ahí
el motor de su afición: quitarse el hambre a manotazos; o mejor:
pegándole lances y pases a los toros. No le pregunten quién fue
Mazzantini o Cúchares o El Espartero. A Manolete llega y pare usted. De
los cánones del toreo no sabe ni como se pronuncia la palabra. Ni marcar
los tiempos de la suerte suprema. Ni entiende de pureza y clasicismo.
Pero tiene dos armas que maneja y apura hasta lo inverosímil con
personalidad arrolladora: un valor increíble y una capacidad superlativa
para sorprender. Le gusta poner a los públicos fuera de sí –ponerlos
“cardiacos”, según sus palabras– y con las dos piezas artilleras, bien
conjuntadas, lo logra cada tarde. Entre el abanico del “chalao” y del
“genio” se mueven las trifulcas. Unos lo califican de suicida, de “carne
de toro”, otros ven en él la premonición de un torero de época. Es
cuestión de tiempo, coinciden los dos bandos. Depende si se salen con la
suya los reporteros del Paris Match, que le persiguen de plaza en plaza
para fotografiar su cogida y muerte, o la providencia le concede el
tiempo suficiente para que vaya adquiriendo el oficio necesario que le
permita depurar su toreo e imponer su heterodoxa tauromaquia a los
toros.
Lo cierto es que, en este 1960, Manuel Benítez, El
Cordobés, de luces y frente al toro, ha conseguido transformar su pasado
en campana; una campana cuyo revuelo pone en movimiento paganas
muchedumbres que hasta peregrinan de un pueblo a otro, incluso a pie o
en bicicleta, por ver, conmocionadas y con una admiración teñida de
horror, cómo en ese muchacho rubianco y desgreñado, la dureza del
silencio pare cada tarde un fulgor de alardes y locuras que estrangula
sus corazones hasta dejarlos sin aliento y con una sed infinita de
volverlo a ver.
Aquel muchacho era el mismo que, no hacía ni
tres años y medio, impulsado por un cóctel de cansancio y
desesperación, se tiraba de espontáneo en Las Ventas –la tarde en que
Pablo Lozano le confirmara la alternativa al jerezano Juan Antonio
Romero–, en el segundo toro de Antonio del Olivar salvando la pelleja de
milagro. “Consejero”, del hierro de Escudero Calvo y la misma sangre
que hoy portan los victorinos, fue el elegido por Manolo para saltar al
ruedo, mas, con tan mala fortuna, que, por huir de un guardia que casi
le había echado mano en el callejón, se tiró literalmente encima del
astado, que lo campaneó a placer dándole una soberana paliza de la que
sólo el favor de los dioses hizo que saliera ileso con algunas leves
erosiones. Detenido de nuevo, retornó a la espesura que había sido su
vida desde aquel lejano día en que sus lágrimas se le volvieron piedras y
ya no lloró más. Una vida guiada por la promesa que le hiciera a
Ángela, la hermana que lo había criado: “O te visto de luto, o te compro
una casa”. Una vida de fugitivo, de persecuciones, cárceles y
calabozos; una vida de pícaro, yendo de sombra en sombra, de
tapia en tapia, de cerrado en cerrado; una vida en la que todo se le
volvía puertas cerradas, mientras sentía cernirse sobre su cabeza la
amenazadora ley de vagos y maleantes con agravante de reincidente.
Este hombre, salido de las páginas del Buscón o el Lazarillo,
perito cum laude, con su colega Horrillo, en el arte de afanar gallinas,
al punto de presumir después que “con sólo oírlas cantar, ya sabían el
peso que tenían y hasta el color de su plumaje”. El hombre que, un año
antes, en Loeches, había visto morir a su compañero de cartel, Manolo
Gómez, y sentido el hálito helado de la Dama de Negro con otra cornada
de caballo tomada, esa misma tarde, de un zamacuco de siete años
licenciado en latines; cornada tan gravísima o más que la que recibiera,
fama adelante, en Granada poniendo las banderillas cortas: las más
cortas de la historia, pues le cabían en la palma de la mano.
Este hombre, en el año de gracia de 1964 –cuatro almanaques después de
donde ahora nos situamos–, tras haber alcanzado el pináculo de la fama,
depurado sus formas, tomado la alternativa, cortado un rabo en La
Maestranza y triunfado, con moneda de sangre, en su presentación en
Madrid, en una corrida cuya retransmisión televisiva paralizó a España
por completo, era proclamado por la prestigiosa revista Life nada menos
que “el hombre más popular del mundo”. Así de rotundo.
Este
hombre había convertido el mes de septiembre de 1960 en el punto de
inflexión que cambiaría radicalmente su vida y la de los suyos.
Entonces, como ya hemos señalado, el toro de la nueva época –a la que El
Cordobés pondría nombre– acababa de saltar al ruedo de la historia. No
obstante, oídos expertos –como los del viejo Balañá– ya percibían que
algo distinto y sustancioso se estaba cociendo por las plazas del sur,
por eso mandó a su hijo Pedrito a verlo a Jaén. Su dictamen ahí queda:
“Es una cosa rara… Pero una cosa rara… que llena la plaza hasta la
bandera”.
Ya lo avala el refranero: Cuando el río suena…