Por José Carlos Arévalo
Llevo sesenta años viendo toros y Paco Camino ha sido el mejor torero que he visto. No es el que más me ha gustado pero sí el que más he admirado. Me decía Antoñete: “Los toreros que más rápido ven al toro son Paco Camino, Miguelín y creo que yo”.
Los aficionados, desde el tendido, no percibimos esas cosas, pero sí otras, las suficientes. Por ejemplo, las que distinguen al diestro que verdaderamente sabe torear, el que mete y fija en el engaño al toro que desparrama la vista y embiste por dentro, el que alarga la embestida corta, el que obtiene un ole profundo de un muletazo a media altura a un toro que se niega a humillar, el que tiene el valor suficiente para matar al toro tirándose despacio, sin abandonar la línea recta, deslizando los pies sobre la arena y sin dejar de mirar al morrillo porque confía en su mano izquierda, la que torea, aunque la espada se empuje con la derecha, la que mata. Por supuesto, hablo de esas cosas que el maestro Paco Camino resolvía con la mayor facilidad del mundo.
Un día de los años 60 vi a Camino cortar un rabo en Barcelona a un toro de Pérez Tabernero, no recuerdo ahora el pial que llevaba, condenado a banderillas negras y que durante los dos primeros tercios se venció por los dos pitones y lo puso muy caro en banderillas porque embestía como un obús tapando la salida antes de la reunión. Nunca pude explicarme por qué desde los primeros doblones de Paco, aquel toro se entregó con tanta codicia persiguiendo la muleta del camero como si fuera bravo y encastado. Y lo maravilloso de aquel trasteo era que se veía más el temple que el mando, el arte que la entrega. Fue una faena milagrosa, que hizo de un toro con sentido un toro noble, de un toro manso, un toro bravo, de la imposibilidad de torear, la apoteosis del toreo.
Por eso no me extrañó su tarde de los seis toros en Madrid, la más desconcertante de mi vida de aficionado. No le embistió bien, lo que se dice embestir de verdad, ninguno de los seis. Y en su fuero interno se quedó insatisfecho tras la lidia de cada toro. Y, sin embargo, cortó ocho orejas… ¡en Madrid!
Bien, no escribo más. Ahora estoy dolido con la muerte de Paco Camino, como para hacer una necrológica, género que detesto porque comprensiblemente empuja a la falsedad, al halago retórico, e impide el análisis honesto, la sinceridad que es prueba de admiración. De modo que escribiré de Camino cuando pasen unos días y pueda contar con respeto cómo era su toreo pero sin rendirme a obligatorias alabanzas. Desde luego nunca las necesitó un torero que para empezar con un detalle, no de los más relevantes, diré que ha sido el diestro que más orejas ha cortado en Las Ventas y, creo recordar, el que más veces ha salido por la Puerta Grande de su andadura. Pero más que centrarme en estos datos me interesa recordar a Camino como uno de los principales ases de la década prodigiosa del toreo, ahora que va quedándose sin protagonistas ni testigos. Sí, me propongo escribir sobre el torero más superdotado que he conocido. Pero hoy no. Hoy estoy de luto taurino, como todo el planeta de los toros. Hoy es día de aflicción. Se ha ido un torero, uno de los grandes de todos los tiempos. Descanse en paz.