Por SANTI ORTIZ.
"El miedo es un arma de eficacia probada en manos de los poderosos para disuadir malestares y blindarse en sus privilegios... ese miedo que los medios de comunicación alimentan interesadamente...
Ante la moral actual, que alimenta la sensiblería de que todo es preferible a morir, el toreo... muestra que el valor supremo de la vida no está en aferrarse a ella por encima de todo, sino en arriesgarse a perderla..."
A medida que he venido desarrollando este estudio del toreo, buscando esclarecerlo intelectualmente; según lo hemos ido situando dentro de la cultura, del arte, de la ética –o mejor, de suética–, se ha ido destacando constantemente, a través de todos los puntos de vista con que lo hemos tratado, una característica suya que ha venido creciendo en enjundia e importancia hasta adquirir un peso específico de primera magnitud: su singularidad.
Una singularidad, una excepcionalidad tan particular y única, que se hace extensible a sus dos principales protagonistas: el toro y el torero.
Una singularidad tan extraordinaria, que me hace preguntarme cómo es posible que el toreo continúe existiendo todavía.
Y no lo digo por considerarlo anticuado u obsoleto como pretenden los taurófobos, sino porque su escala de valores, su ética, su compromiso moral, cae tan a trasmano de los que esta sociedad nos ha inculcado, que parece milagro su subsistencia. Milagro doble porque también se me antoja prodigioso que continúen existiendo toreros. Veamos por qué.