Por Santi Ortiz.
La toalla sigue en nuestras manos. No nos anubarran las claudicaciones. Seguimos en lo nuestro. Sin darnos jamás por vencidos. Como San Jorge ante el dragón. Como Hércules frente a los toros de Gerión. Como Teseo contra el minotauro. Como José Tomás con el sobrero de El Sierro.
Nunca derrotados, por más que nos quieran poner contra las cuerdas. Por más que nos hayan empujado al borde del abismo. Ninguna noche ha podido arrancarnos la luz. Ninguna tormenta ha logrado arrebatarnos la calma. Ninguna amenaza ha conseguido privarnos del valor.
Somos lo que somos: jardineros de emociones, descifradores de enigmas, juglares de ilusiones, prestidigitadores de hazañas, fabricantes de bravura, alquimistas genéticos, guardianes de mitologías. Y tercos. Orgullosamente tercos. Depositarios de un ancestral legado que estamos dispuestos a preservar y transmitir por encima de cualquier catástrofe.
Sabemos más que nadie de desgarros y cicatrices, de heridas de tristeza, de suturas del alma. Muchas veces nos hemos despertado en la UCI, incluso alguna sotana nos ha querido dar los santos óleos, y otras tantas nos hemos visto recorriendo el milagro de volver a estar vivos cuando el mundo ya nos daba por muertos.
Hay murciélagos revoloteando agoreros por los sueños del toreo. Esparcen temores, incertidumbres y desasosiegos. Parecen ignorar que son éstos tres elementos los que el planeta del toro tiene bien asumidos, pues su vida se ha desarrollado siempre entre el miedo, el indeterminismo y la intranquilidad. Los tres son inseparables compañeros de camino. Hasta tal punto, que quien no soporte su compaña, hará bien en cruzar sus fronteras y marcharse a otro sitio.
Tiaras pontificias y coronas reales nos hicieron objeto de su cólera y su intolerancia, buscando acabar con nosotros. No consiguieron nada, salvo hacernos más fuertes. Ahora ocurre lo mismo con la amariconada burguesía del buenismo y la traición al humanismo de los que pretenden borrar la frontera que existe entre el hombre y las demás especies animales. Todos han aspirado o aspiran a privarnos del próximo amanecer, de gozar de un nuevo día; a circunscribirnos a la cárcel-oscuridad de una memoria, postergada por el silencio mediático, que esperan se extinga con el tiempo.
También esta pandemia que nos va estrangulando la vida poco a poco, se une a los jinetes del Apocalipsis, buscando ahuyentar nuestras estrellas para que el firmamento del toreo quede negro, yerto y vacío. Nos ha tocado hacer funambulismo para seguir manteniéndonos vivos en medio de las condiciones más precarias. Pero del latigazo que supone que un toro bravo vaya al matadero, se curten y endurecen las voluntades de los hombres y mujeres que entregan a la geografía de España un territorio lleno de bravura. Medio millón de hectáreas en las que el toro encampana su casta. ¿No es algo impresionante?
Deshojando almanaques, cumpliendo calendarios, el arte de la lidia a pie cuenta con una biografía de siglos, cuyo natalicio protooficial tiene lugar con la venida al país de la dinastía borbónica, cuando Felipe V e Isabel de Farnesio fueron alejando a la nobleza de las lides taurómacas. Entonces, el toreo progresivamente se bajó del caballo, cambió el atuendo aristocrático del caballero por el sencillo ropaje de majos y chulapos y se dio a medirse con el toro desde su misma altura. Toreo caballeresco en retirada, toreo popular al ataque. Ya en 1711, en la serrana localidad huelvana de Campofrío, se construye una plaza de toros de fábrica: la primera redonda de que se tienen noticias. ¿Cómo se originaría la idea de construirla y en ese lugar? Un buen enigma para reto de investigadores y alimento de la imaginación.
Lo cierto es que, seis décadas más tarde, el toreo a pie se ha hecho el amo de la tauromaquia. Y que, cuando en París, se alzan las llamas de la Revolución Francesa, en España, la terna compuesta por Costillares, Pedro Romero y Pepe-Illo, ha elevado el toreo a una dimensión nueva y acapara el entusiasmo de los aficionados, que militan en toda la escala de clases sociales. Ya para entonces tienen que vérselas con el frente antitaurino que capitanean Vargas Ponce, Jovellanos, Feijoo y el muy ilustrado y progresista marqués de la Ensenada, cuyo racismo le llevó a idear un plan para erradicar a todos los gitanos de España, repartiéndolos entre presidios y galeras. Afortunadamente, sus deseos no llegaron a verse cumplidos. Pero el toreo también contaba con férreos defensores entre los hombres de la Ilustración. Así tenemos a Nicolás Fernández de Moratín, Francisco de Goya, Ramón de la Cruz y Bayeu, como nombres más destacados.
De aquellos tiempos a esta parte, una frase ha venido repitiéndose machaconamente con su destello de certeza en medio de un mar de incertidumbres: ¡Ya soy torero! Cuántos muchachos, situados ante el espejo de sus vidas, han visto llegado el momento de entonarla con los labios de las ilusiones… ¡Ya soy torero! No figura del toreo ni matador de toros ni nada por el estilo: torero. Sentirse torero. Comprender que uno ha conseguido traspasar esa puerta hermética y arcana tras la que se abre un mundo único, mágico, duro y fascinante en el que ha conseguido insertar su existencia para satisfacción de sueños y cuitas. Sobre la ingente calderilla de las palabras huecas, resuena el metal noble de esta frase vital del iniciado, depositaria de una moral, tan exigente a veces que es casi despiadada, que inviste al paladín de las arenas de unas reglas de comportamiento, de una entrega y dedicación al modo de vida que ha elegido, que lo convierten en un personaje fundido con metales de textura granítica y le sirven de brújula para seguir, a través de la niebla, los fragosos caminos que llevan a la heroicidad: aquellos que debe cubrir con solamente un arma: el estoque del amor y la muerte.
Y aquí estamos. Resistiendo como numantinos el desprecio del Gobierno, la postergación de las televisiones, las mentiras e insultos de las redes sociales, la animadversión mayoritaria de la clase política, la ignorante iniquidad de la progresía, los estragos del Covid y la agresiva irracionalidad del animalismo. Esa conjunción de fuerzas enemigas puede llegar a ser temible. Sin embargo, como afirmaba Quevedo, aquel que ha pasado por muchas prosperidades llenas de gloria y por muchas adversidades llenas de temor, de nada se espanta. Así es el toreo. Así somos las gentes que habitamos el planeta taurino. Incluso malheridos, jamás hemos tirado la toalla. Y aquí seguimos, para darle –montera en brindis y espíritu dispuesto– la bienvenida a este 2022, que tampoco entra con buenos augurios, pero que habrá que darle la buena lidia que el toreo necesita.
Y ustedes que lo vean y lo luchen.