Por Santi Ortiz
A raíz de mi artículo “Tres suertes con
historia”, un lector, amigo y buen aficionado, me formuló la siguiente
sugerencia: “En un futuro, si vuelves a tocar este palo, podrías hablar
del litrazo, hoy en día desaparecido; el cartucho de pescao, también
casi en desuso, o la larga cordobesa, para que los comentaristas de la
época actual no la confundan…”
Me pareció sugerente su propuesta, y heme
aquí dispuesto a darle gusto, para tratar de un lance decimonónico y
dos cites que abren y cierran el paréntesis de una década que va de
finales de los años treinta a las postrimerías de los cuarenta.
Respetemos el orden cronológico y el de lidia, que siempre el capote
precedió a la muleta. Comencemos por tanto con la denominada “larga
cordobesa”, creación de uno de los toreros más insignes de toda la
historia de tauro: Rafael Molina, Lagartijo, a quien la pluma de Mariano
de Cavia –escritor que firmaba sus crónicas con el seudónimo de
“Sobaquillo”– otorgó el título de Califa del toreo, primero del quinteto
que completarían después con igual rango: Guerrita, Machaquito (a
título póstumo), Manolete y El Cordobés.
Como su nombre
indica, la suerte debida a Lagartijo pertenece a la familia de las
“largas”; familia numerosa ésta a medida que el toreo, con el paso del
tiempo, fue ampliando su repertorio. Originariamente, la larga se
definía como “suerte de capa a una mano en la que el diestro cita al
toro de frente y tirando del capote le lleva en él empapado hasta el
remate”. Pertenece, pues, al repertorio del toreo a una mano, hoy
prácticamente en desuso. No así en los tiempos de Lagartijo y Frascuelo,
cuando la forma más habitual de sacar a los toros del caballo o hacerle
el quite al picador tras un derribo era a base de recortes y largas, en
las que el torero echaba el capote a la cara al toro soltándole una
mano y lo traía por derecho empapado en él hasta el remate final.
La aportación de Lagartijo tenía que ver con el remate de la
suerte, pues una vez que, tras haberlo llevado toreado en derechura,
despedía al astado haciéndolo pasar bajo el capote, al mismo tiempo se
echaba éste con singular donaire al hombro del lado de salida, dejándolo
que colgara como un manto, mientras, con un aplomo rayano en
displicencia –¿reminiscencia de la Córdoba mora?–, comenzaba a alejarse
del toro, dándole la espalda con garboso andar y sin casi dedicarle una
mirada.
Es cierto que las suertes del toreo, en particular
aquellas a las que el torero les acuña su nombre, se nutren de cierto
atributo sobresaliente que aquel les imprime para elevarlas de rango.
Por ejemplo, la majestad y seriedad de Manolete hacen de la manoletina
algo más que un puro adorno. En la chicuelina de Manuel Jiménez,
Chicuelo, destaca magnificándola el alado soplo de la gracia, y en esta
larga cordobesa de Lagartijo, impera por encima de todo la elegancia;
esa distinción natural suya, esa sobriedad, esa frescura, ese sosiego,
que le confieren un halo escultural dentro de la estética taurina capaz
de enamorar a cualquier público; sobremanera al de Madrid; no en vano,
desde su doctorado, toreó en la capital de España –según revistas de su
tiempo–, la increíble cifra de 404 corridas de toros. ¡Ahora que venga
otro y lo iguale!
Hoy, que la larga sirve muchas veces de
remate a una serie de verónicas, es otro lance. Para calificarla como
cordobesa el torero debe salir de la suerte con la capa al hombro, y
así, muy de tarde en tarde, podemos contemplarla. Sin embargo,
actualmente el inicio se hace embarcando al toro con las dos manos y una
vez embebido en la capa, se le suelta la mano de dentro para irlo
toreando con la de salida hasta el final. En tiempos de Lagartijo, como
hemos señalado antes, no era así. Desde el inicio, al toro se le traía a
una mano, pues ya con una sola se le echaba el capote a los hocicos
para hacerlo embestir.
Esta suerte, que tantas
satisfacciones procuró al primer Califa, también le ocasionó una de sus
mayores tristezas, porque ejecutándola, un toro de su ganadería hirió
mortalmente en Córdoba al que fuera su muy estimado banderillero Manuel
Martínez, Manene. Un suceso trágico; una sombra doliente que acompañaría
a Lagartijo durante los doce años que Manene lo estuvo esperando.
*
Hasta en las tardes que Sevilla saca a pasear por su cielo el gris
plomo de sus nubes, y el contraste con el dorado albero y las
enjalbegadas columnas de sus arcos pone en La Maestranza una luz
especial con cierto tono de severo recogimiento, el toreo de Pepe Luis
–inspiración mediante– es luminoso. Hay una luz espiritual que nimba la
naturalidad de su figura, su sosiego, la intuida certeza de su
sabiduría, su condición de preclaro geómetra, de depositario de ese
conocimiento que trasmina en los aires de su barrio natal de San
Bernardo después de toda una vida pariendo grandes toreros. Y
además de luminoso es alegre. Sólo hay que memorar esa carrerilla
rubia, desenfadada, inocente, con que incitaba al novillo a embestirle
de largo, cuando la gente se asombraba –¡Pero si es un niño!– en
aquellas primeras apariciones maestrantes donde su voz juvenil parecía
el repique jubiloso de un cimbalillo giraldillero. Ya entonces esa
carrerilla la hacía sosteniendo en la mano zurda la muleta plegada
mostrándola como si llevara en aquella un “cartucho de pescao”; ese
cartucho con lunares de aceite, lleno de “pescaíto frito” al que tan
aficionados eran y son los sevillanos. De ahí le vino el mote al cite
pepeluisista, colocado el torero en el tercio o los medios para iniciar
la faena llamando de largo al toro, al que dejaba venir por su terreno.
Cuando éste iba llegando a su jurisdicción, desplegaba el engaño, se lo
adelantaba y, a continuación, le engendraba el pase natural. Completemos
la descripción apuntando que el cite era de frente, relajada la planta,
como podemos verlo hoy en el monumento que Sevilla le levantara frente a
La Maestranza, al otro lado del Paseo de Colón, donde parece citar a un
distante toro invisible que se le viniera desde la Puerta del Príncipe.
Si en la larga cordobesa imperaba sobre todo la elegancia,
en este cite de Pepe Luis Vázquez destacan el salero y la alegría. Toda
la sevillanía que la ciudad del Betis ha donado al toreo; todo ese
acento que inauguraría Chicuelo, adquiere en el torero de San Bernardo
–“el Sócrates de San Bernardo” le llamaron por su inteligencia y
conocimiento del toro y el toreo– una dimensión nueva, perfumada de
naturalidad y clasicismo. Pepe Luis encarna la antonomasia torera de
Sevilla y, aunque su “cartucho de pescao” provenía de El Espartero –como
su abuelo le hizo saber–, fue el icono al que él dio sello propio para
preludiar tantas tardes esas faenas de maravilla, breves de metraje,
pero imperecederas en el recuerdo, con que alborotó a los públicos de España y América, cuando las musas le asistían y su apatía y falta de ánimo no entraban en escena.
*
Cambiemos el registro de la elegancia y la sal por el de la
imperturbabilidad y el aguante. Sí, mudemos las alas, por la roca; el
vuelo, por la estatua; el gozo por la angustia; la certeza por el
suspense. Entremos, pues, en el terreno del valor más hierático;
penetremos en la circunscripción de Litri, de aquel Miguel Báez Espuny,
que en 1949 pulverizó todos los records hasta entonces de festejos
toreados en un año, vistiéndose de luces en 115 novilladas.
Litri es un estoico con misterio. De exiguo repertorio, lograba enervar a
las masas con el hermetismo de una personalidad que se asomaba a su
impávido rostro y se erguía sobre la más estricta quietud de zapatillas.
El aire ausente de Miguel Báez contribuía a acrecentar aún más el
impacto que producía su “litrazo”, suerte ésta que he visto tratada en
algún diccionario taurino con notables inexactitudes.
El
“litrazo” –bautizado así por la prensa– consistía en citar al toro muy
de largo, pecho por delante, muleta en la izquierda y escondida tras el
cuerpo, dejándolo llegar, inmóvil, a pies juntos, sin sacar el engaño
hasta que la cogida parecía inevitable. Era entonces cuando Litri le
enseñaba la tela sin adelantarla y conseguía desviar el toro de su
cuerpo con un pase natural. Para ejecutar el “litrazo”, el espada
necesitaba reses de alegre y pronta embestida, que se vinieran de lejos.
A veces, el torero colocaba al burel en un tercio y se iba al tercio
opuesto, así el toro tenía que recorrer veinte o más metros para llegar a
Miguel. Cuanta más distancia, mejor, porque el contraste entre el
movimiento agresivo del toro y la absoluta inmovilidad del diestro se
acentuaba, mientras la amenaza de los pitones iba cubriendo inexorable
el espacio que separaba a ambos, retardando el desenlace y aumentando el
tiempo de la intriga, la incertidumbre y la angustia de los
espectadores, con lo que se multiplicaba el impacto que producía en
éstos. Este impacto todavía se potenciaba más si Litri ejecutaba la
suerte mirando al tendido o tenía que aguantar extraños o parones del
toro antes de que éste le llegara, cosa que superaba sin mover un
músculo ni alterar un ápice el gesto impenetrable de su cara.
Aunque el “litrazo” original es con la mano izquierda, posteriormente
Miguel también lo ejecutó con la derecha, pero la impresión que producía
esta variante no era tan intensa, tal vez porque, al llevar la muleta
armada con el estoque, no quedaba tan escondida tras el cuerpo del
diestro y eso restaba suspense a la misma.
*
Concluimos aquí este somero repaso de tres suertes triunfadoras; tres
suertes que fueron ardorosamente demandadas por el público cada vez que
cada uno de sus progenitores salía al ruedo, a sabiendas de que con
ellas sería conducido al prodigioso reino de las emociones.