‘La fiesta más culta del mundo’, así se refería Federico García Lorca a los toros en su última entrevista, aparecida en el diario El Sol en junio de 1936, dos meses antes de su asesinato. Concebida en forma de diálogo con el caricaturista Luis Bagaría y considerada el testamento del poeta, a lo dicho sobre la tauromaquia, Federico añadiría: «Es el único sitio adonde se va con la seguridad de ver la muerte rodeada de la más deslumbradora belleza. ¿Qué sería de la primavera española, de nuestra sangre y de nuestra lengua si dejaran de sonar los clarines dramáticos de la corrida?».Sol y sombra, contrastan estas palabras con las de Luis Cernuda, quien desde el exilio republicano escribiría en un poema, amargo como tantos de los suyos pero pleno de belleza y de verdad moral dedicado a España: «Estúpida y cruel, como su fiesta de los toros».
Esta reunión de opósitos evidencia el sabio y frágil equilibrio que en cada generación ha enfrentado a los partidarios y los detractores de las corridas. Si a Lorca la tauromaquia se le figuraba sabia, a Cernuda le parecía necia. Si para el granadino los toros eran fuente del idioma y raíz de la nación, para el sevillano eran alegoría de su levítica crueldad. Se trata de un debate visceral y legítimo, antiguo como la fiesta, bajo el que se han perpetrado y dirimido a lo largo de los siglos otras cuestiones, desde disputas teológicas a modelos de gobierno.
En los últimos tiempos este debate ha dejado de existir. En un contexto de «guerra cultural» y general revisionismo, la crítica de las razonas ha sido relevada por el imperio de un fundamentalismo sustentado en la irracionalidad animalista. No se trata del sentimiento humano que se compadece del dolor animal, sino de una creencia pseudo religiosa que iguala los Derechos del Hombre y el Ciudadano a la mera existencia de las bestias.
Hoy Federico García Lorca no podría hacer estas declaraciones sin arrostrar una general cancelación, una impugnación y enmienda a la totalidad de su obra y veríamos a los públicos boicotear ‘Yerma’ o ‘Bodas de sangre’.
Cuando las ideas pueden ser confrontadas los argumentos de autoridad se hacen innecesarios porque el examen se centra en las cuestiones en litigio. Por cada voz ilustre que se enarbolaba en favor de los toros, de Picasso a Hemingway, se podía esgrimir otra voz prestigiosa en contra, de Jovellanos a Baroja. Pero los sacripantes de la corrección política han declarado muerto el silogismo aristotélico, han cerrado la luz de la razón en una celda y han arrojado la llave al mar de las redes sociales. La tendencia ha sucedido a la inteligencia.
Bajo el viejo debate sobre los toros lo que subyace ahora es la cuestión de la libertad. De la libertad y de la razón si acaso no son un mismo y único principio como formulara Kant en el siglo de las luces.
‘El toreo y las luces’, así tituló el llorado Aquilino Duque sus memorias taurinas, que lo era del tiempo de Pepe Luis, y que daban inicio exponiendo el origen ilustrado de las corridas de toros. Lejos de la barbarie, el argumentario de la crueldad y la estulticia se desploma con un breve examen a la confrontación de a fiesta. Todavía hay en España vestigios de celebraciones tribales, pero eso no es materia de la tauromaquia sino de la antropología.
En el siglo XVIII y bajo la inspiración enciclopedista surgen los primeros tratados del ‘Arte de torear’ como el de Pepe Hillo, de la plaza irregular, cuadrangular y caballeresca, donde el toro es alanceado, el festejo es trasladado al áureo redondel de ángulos muertos, del que fue precursora la plaza de Sevilla. Su traza ovoidal obedece a la pugna entre la elíptica planta de los anfiteatros clásicos que la inspiraron, según la luminosa intuición de Pedro Romero de Solís, y el óptimo círculo de la razón, como demostró su arquitecto conservador José Antonio Carbajal. Emblema de la armonía y el equilibrio arquitectónico, infinita teoría de arcos sucesivos («para un andaluz la felicidad aguarda siempre tras un arco», otra vez Cernuda) en la palabra Maestranza se cifra todo lo que hay áureo y apolíneo en la «razón incorpórea» de la ciudad.
En la redonda, igualitaria y fraternal plaza de toros, en sus tendidos, palcos y gradas se representaba cada tarde el combate estamental, preludio de la revolución. El despotismo ilustrado prohibirá la ‘Escuela de tauromaquia de Sevilla’, que no surge para humillar a las universidades, sino para mitigar la tragedia de la cogida y la muerte.
No, no es cierta la tradición inculta de la fiesta, impugnada hoy por el anti humanismo y la irracionalidad. No nos cansaremos de recordar las palabras de Federico García Lorca emblema universal de la libertad: los toros son la fiesta más culta del mundo.
Ahora que la primavera sevillana de septiembre dora otra vez el albero de la Maestranza y los flamígeros clarines de San Miguel anuncian el auto sacramental de la corrida, marcharemos orgullosos a la plaza de toros, templo de la libertad y de la razón.
Artículo de José María Jurado