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viernes, 19 de noviembre de 2021

¡QUIEN LAS HUBIERA VISTO! (y 2)

 Por Santi Ortiz

Seguimos nuestro itinerario por el espacio-tiempo. Para ir a la tercera estación, no tenemos que movernos del sitio, sino simplemente adelantar el cursor temporal de nuestra nave al jueves, 24 de mayo de 1928, fecha en la que se cumplían cuarenta y siete días de la implantación oficial del peto de picar en las plazas de primera categoría y en Tetuán de las Victorias –coso este último donde se habían llevado a cabo las pertinentes pruebas de la nueva defensa–, adelantándose a la Real Orden del 13 de junio, que extendería su obligatoriedad a todas las plazas de España.

Quiero señalar con esto que, al desfilar ese día por el ruedo del coso de la carretera de Aragón las cuadrillas de Chicuelo –de azul prusia y oro–, Cagancho –negro y plata– y Vicente Barrera –que confirmaba alternativa en rosa y oro–, los caballos de los del castoreño lucían aquellos iniciales petos diminutos, que el vulgo motejaba “galápagos”. En chiqueros, aguardaban seis preciosos y parejos toros de Graciliano Pérez Tabernero, al parecer escogidos por Cagancho. De ellos, destacaron los tres primeros, que, según orden de lidia, atendían por “Jardinero”, “Perdigón” y “Corchaíto”. Este último correspondió al padrino de la ceremonia, Manuel Jiménez, Chicuelo, pues como saben la mayoría de los aficionados –y al que no lo sepa se lo digo yo–, con el reglamento entonces en vigor, el padrino cedía el toro primero al alternativado, pero después no toreaba el segundo como actualmente, sino que intercambiaba la posición con el neófito toreando en tercer lugar, con lo que se veía obligado a lidiar y dar muerte a los toros tercero y cuarto.


Cuando “Corchaíto” saltó a la arena, la plaza estaba en ebullición, la había puesto a hervir Cagancho con una extraordinaria faena al bravísimo y de mal nombre “Perdigón”, a cuyo indiscutible premio gordo dieron al traste los nueve descabellos que necesitó para pasaportarlo. En medio del runrún que orbitaba por los tendidos, “Corchaíto”, número 49, negro bragado, bonito, calcetero de las patas traseras, coliblanco y recogido de cuerna, salió huyendo de los capotes y sin querer doblar. Chicuelo lo tomó en el tercio sin conseguir que no se le fuera cada vez que intentó pararlo. Sin embargo, en los medios pudo al fin sujetarle para que en las cinco verónicas y la media que le instrumentó comenzara a emanar el perfume de su gracia giraldillera y su temple llevara materialmente cosido a la bamba del capote la pastueña embestida del graciliano. Pero para lentas, ceñidas, graciosas y sorprendentes, las chicuelinas que en ramillete compusieron el quite, convirtiendo la plaza en manicomio. Y es que, cuando a Chicuelo le asistía la inspiración, era una cosa muy seria.


Sostenía Don Quijote en sus crónicas que Madrid no había visto todavía a Chicuelo. Que el día que en Madrid hiciese su faena, como esas que algunas veces él le había visto realizar en provincias, Chicuelo se convertiría en el ídolo de Madrid y sería el amo del toreo. Es cierto que, como Rafael El Gallo, lo más constante de su personalidad fue su inconstancia; lo más regular, su irregularidad y lo más predecible, su impredecibilidad. Como en el Divino Calvo, en Chicuelo el toreo fue fundamentalmente inspiración. En ambos diestros pudo más ese momento inspirado, incontrolable, soplado por los mengues o las musas, que la condición buena o mala del toro. Sin embargo, entre las diferencias de estilo y otras que hay entre los dos toreros, existe una fundamental: mientras que en El Gallo el momento álgido de sus faenas era, generalmente, de toreo marginal, lleno de adornos, fantasías, largas, revoleras, etc., en Chicuelo el meollo grande de sus obras de arte era casi siempre de toreo fundamental, de toreo hondo, donde florecían las verónicas, las medias, los naturales y los pases de pecho, aunque también todo ello se adobara con una exuberante batería de adornos, muchos de ellos tan impremeditados, tan hijos de la inspiración del momento, que aparecían como flores de un día, porque ya no volvía a repetirlos nunca, pues algunos ni siquiera sabía cómo ponerlos en pie. Por eso, el Chicuelo inspirado, el que sacudía la abulia que lo mantenía preso tantas veces, era un auténtico creador en el sentido más radical del término.




Hay que decir que la abulia de Chicuelo, su irregularidad, venía por rachas, no como Cagancho que podía estar bien en un toro y mal en otro en la misma corrida, o de Rafael que podía pasar de la cima a la sima o viceversa en el mismo astado. La temporada de 1927 pertenece a las rachas malas del torero de la Alameda. Chicuelo se ajustó las taleguillas tan sólo en 24 ocasiones y en menos debería habérselas puesto evitando así algunos reveses impropios de su categoría. Su inferioridad física y el no poderles a los toros, a causa de la enfermedad de gota que vino arrastrando durante toda su campaña, explican en cierto modo la desgana con que salía a la plaza, sin que ello significara un desdoro de su calidad artística. Además, en noviembre de dicho año contrajo matrimonio con la actriz Dolores Castro Ruiz (Dora la Cordobesita), que introdujo un valioso elemento de orden en la vida del diestro, muy beneficioso y oportuno para acelerar el proceso de curación de su enfermedad, así como para que centrara su mente en su hogar y su arte.


Esa influencia positiva se notó desde el mismo arranque de la temporada de 1928, que a la postre resultaría la mejor de la vida del torero: acabaría éste liderando el escalafón con 81 corridas toreadas. Asombra, además, la transformación operada en Chicuelo, que, sin dejar de ser la esencia de la gracia y el arte, se nos muestra como un torero largo, dominador, inteligente y, por encima de todo, valiente. Así es como lo ve Madrid en su triunfo del 10 de mayo, que prologa en cotas cimeras al de la apoteosis. Es en la crónica de ese día cuando Don Quijote afirma haberle visto, fuera de Madrid, faenas cumbres que la afición capitalina no sospecha ni adivina; afirmación que ratificará el diestro sevillano ante la noble boyantía de “Corchaíto”. Y exprimido tan largo inciso, volvamos a dicha faena.

Cuando Chicuelo se fue hacia el toro muleta en mano, las semillas del asombro se disponían ya a dar su fruto. Ligados uno tras otro, hasta cinco pases naturales produjeron el primer deslumbramiento. Es preciso señalar que, después de la muerte de Joselito y la retirada de Belmonte, el pase natural quedó relegado a un segundo término, pese a ser una suerte básica del toreo fundamental. Y quien lo reivindica sacándolo del ostracismo es Chicuelo, y es ese día, ante “Corchaíto”, cuando lo eleva a su máxima categoría hasta entonces. Afirman los contables de pases, que la faena al toro de Graciliano se compuso de treinta muletazos, de los cuales más de la mitad fueron pases naturales. Lo nunca visto. Es entonces cuando comienza a asentarse el toreo ligado en redondo, cuando el público de Madrid ebrio de contemplar milagros, instala en su subconsciente la exigencia de ese toreo nuevo del que ya no querrá desprenderse nunca. Ese toreo ligado no es una invención de Chicuelo, pero es él quien convierte dicha forma de torear en principio radical de su toreo, logrando, además, que el toreo a pies juntos –así lo interpreta– se abriera como una flor inmensa por todos los ruedos del mundo. Dicho esto, delego en la pluma de Don Quijote para que siga narrando la faena:


“Sin cambiar de mano la muleta, siguió el toreo en redondo: dos naturales más. El de pecho con la derecha y al natural con esta mano. ¡Y otro natural prodigioso con la zurda! (¡La epilepsia en el tendido!) Cuatro ayudados por alto a ambos lados,
el summun del arte; al natural con la derecha, un afarolado indescriptible, y cuatro ayudados por bajo, girando el cuerpo, cuatro ayudados sui géneris, geniales, improvisación de artista cumbre, el último rematado con un molinete entre los pitones. Dos pases con la derecha, estatuarios. (Todo esto, ligado, seguido, solo con el toro.) Un ayudado por alto y ¡¡¡tres naturales en redondo inenarrables!!! La gente pide la oreja… Un gran pinchazo. Dos naturales, uno con cada mano, el izquierdo estupendísimo. Otro gran pinchazo. ¡¡Otro natural magno!! Y… una gran estocada.

Madrid ya ha visto a Chicuelo. Y cuando el toro cae patas arriba, no hay un pañuelo que permanezca guardado en el bolsillo. Le dan la oreja, pero el tumulto sigue exigiendo la otra. También se la dan, y sigue la gente demandando el rabo, aunque éste no es concedido. La vuelta al ruedo es clamorosa y las lágrimas que asoman en los ojillos del torero testimonian la emoción que lo embarga. Chicuelo acaba de firmar la obra maestra más famosa de toda su carrera.

                                                     *



Cuarta y última estación. Nos acercamos dieciséis años más hacia el presente. Seguimos en Madrid, pero hay que cambiar de plaza, pues ahora es la de Las Ventas la que sirve de marco a esta nueva historia. El cursor temporal marca la fecha del 6 de julio de 1944. Corrida de la Asociación de la Prensa de Madrid. Se anuncian seis toros de don Alipio Pérez Tabernero, para El Estudiante, Juanito Belmonte y Manuel Rodríguez, Manolete.

Entre su aguda psicología taurina de la plaza de Madrid y sus excepcionales dotes de veedor de toros, pudo Camará acoplar entre bastidores las piezas que harían posible lo que luego ocurriría. Realizado el sorteo, Camará teme que, por su pequeñez, el segundo astado de Manolete muy probablemente sea rechazado por el público y devuelto a los corrales. Por otra parte, de los dos toros reseñados como sobreros, le gusta más el que han dejado en segundo lugar. En las hechuras del astado, lee el apoderado cordobés como en un libro abierto las buenas condiciones que se le adivinan para la lidia. “No puede fallar” –dice para sus adentros–, y busca la manera de convencer a los veterinarios para que cambien el orden. Al final lo consigue y el toro de Pinto Barreiro queda de primer sobrero. A la historia ha pasado por “Ratón” y así lo seguiré llamando, pero leí unas declaraciones del ganadero donde afirmaba que el verdadero nombre del toro era “Centella”, hijo de una vaca homónima y del semental “Interrogado”.


La corrida discurre por sus cauces normales. Los organizadores se apuntan un éxito, pues se cuelga el cartel de “No hay localidades” desde un día antes del festejo y Manolete triunfa con su primer toro al que corta la oreja. Y sale el sexto, flaco y feo, haciendo cosas de manso. Como pensaba Camará, las protestas demandando otro toro son unánimes y el pañuelo verde no tarda en ondear en el palco de la presidencia. Se cumplió el vaticinio, al menos en su primera parte. Clarines y timbales anuncian la salida de “Ratón”, que, en principio, abantea huyendo de los capotes. A por él se va Manolete para enjaretarle cinco verónicas de las suyas. ¡Ay, la verónica de Manolete! Manos bajas, cuerpo como un huso, zapatillas clavadas en la arena y ese tempo lentísimo que confiere al toreo una impresionante categoría estética. Cuando cierra con la media verónica, caen sombreros al ruedo. La ovación es tan insistente que Manolete se ve obligado a saludar montera en mano. Dos varas le han dado a “Ratón” cuando Manolo solicita respetuosamente el cambio de tercio, que le es concedido. Antes ha vuelto a brillar en el quite, donde, de nuevo, sublima la verónica. Par y medio dejan los banderilleros en el lomo del toro portugués, tras de lo cual, Manolete, montera en mano, se dispone a brindar. Me imagino el escalofrío que sacudiría interiormente a Camará viendo a Manolo dirigirse a los medios para alzar la montera en brindis. Cuántas veces le había escuchado: “Pepe, ¡el día que yo pueda brindarle un toro a Madrid…!” Y ahora lo estaba haciendo. “¡Fuera gente!”, se le oye decir. Y pide cortésmente a los otros dos matadores
que se tapen.



En el círculo del ruedo, quedan solos los dos protagonistas. Cita el cordobés para un pase por alto. El toro se le viene algo vencido, pero Manolete monolito, impávido, le aguanta y no se enmienda. Cuando el toro se vuelve, ya tiene el torero la muleta en la izquierda. Y allí, en el centro mismo de la plaza, liga seis naturales majestuosos, cadenciosos, serenos, que levantan al cónclave de sus asientos. Comienza la lluvia de sombreros y la apoteosis manoletista. Señalemos que, tras el impulso dado por Chicuelo, después con Lalanda, Villalta, Barrera, Cagancho y Domingo Ortega, el pase natural pierde vitalidad y vigencia, y es Manolete quien lo rescata de nuevo para alzarlo a la cima más alta de la tauromaquia. Natural sobrenatural el suyo, cimentado en el cite del toro que se viene, con la roja muleta a la altura del cuerpo, para que el toro elija –encrucijada– entre el hombre que para y la tela que espera. A continuación, el sutil giro de muñeca embarcando el rumbo de las astas. El temple sosegando la embestida. Y el arco de Mezquita curvando el viaje de la casta en torno a la cintura, con el mandato que la vuelve satélite. ¡Qué gloria ser de Córdoba y torero!, versificó Alfredo Marqueríe. Llevar insertos entre los pliegues de la genética el estoicismo de Séneca, la elegancia y majeza de Lagartijo, la invicta espada de Almanzor y la sabiduría y el señorío de una tierra fundida en el crisol de las más fecundas civilizaciones, es un privilegio de quien, como él, posee la generosidad de jugarse la vida cada tarde sin llevar otro lema que el del pundonor y la honradez. Y la pureza, porque Manolete es puro en lo suyo, en la sobriedad de su comportamiento, en no hacer alardes para la galería, aunque en esta faena de Madrid, como en otra anteriormente en Barcelona, pasa al toro con la derecha en redondo mirando al tendido. Esa sensación de impavidez, de estatua inconmovible, mientras clava su mirada triste en el graderío en tanto los pitones de la res contornean los alamares del malva y oro con que va vestido, conmociona al público madrileño, ganado por un estatismo que él traduce en dominio absoluto. La seguridad que irradia Manolete expulsa la duda del tendido y, aun así, causa asombro superando con su realidad todo lo previsto.


Más que nunca, en esta faena a “Ratón”, el Califa de Córdoba exhibe esa acusada personalidad suya que le ha llevado a romper con el axioma de que cada toro tiene su lidia, para sustituirlo por el de que todos los toros tienen una lidia sola: la lidia impuesta por Manolete quiera el toro o no quiera. Y “Ratón” quiere (También aquí acierta Camará). Y la faena alcanza, gravitando siempre sobre la mano izquierda, una dimensión desconocida. “Nunca nadie ha toreado así”, afirma la Crítica y asienten los aficionados. Con “Ratón”, Manolete se ratifica como un torero sin igual; un torero al que separa de los demás una abismal distancia; con “Ratón”, Manolete, eje de la órbita de sus naturales, se proclama eje único del toreo. Y cuando, pasadas las horas o los días, se haya cambiado el alarido entusiástico del tendido por el sosegado regusto de la meditación, Manolete seguirá ocupando para quienes lo vieron la más alta cumbre del toreo.



Cuando monta el estoque, el ruedo está lleno de sombreros y prendas de vestir, mientras el boquiabierto graderío es un pandemónium de entusiasmos, delirios, arrebatos, vértigos, fogosidad, asombros, pasmo, estupefacción, frenesí y turbación. La plaza es un desmadrado frenopático, donde únicamente la serenidad de Manolete pone cordura a tanta algarabía. De pronto, reina el silencio. Con la limpia mirada fija en el morrillo, el nuevo Abderramán del toreo se perfila en los medios, la mano del estoque algo más baja que el nudo de la pañoleta, y arranca recto, y despacio, despacio…, todavía más despacio, se abate sobre el toro hundiendo el acero en todo lo alto. El grito jubiloso se escapa de las veintitantas mil almas que han empujado el estoque. Cierra el capítulo Manolete de certero descabello. Y una ventisca de pañuelos acorrala a la presidencia. No hay nada que oponer y las dos orejas pasan a las manos del torero de Córdoba. Un inmenso gentío salta al ruedo e iza sobre sus hombros al héroe de leyenda, al autor de la inmensa faena, que desde ese momento es ya propiedad de la Historia.

Cae la noche. Manolete descansa. Y a lo lejos, Córdoba sin saber por qué, llorando. Mientras por La Lagunilla y la Avenida de Cervantes, la brisa trae el eco de aquellos versos de Adriano del Valle dedicados al Monstruo:

Y cuando Lucena apaga

sus velones encendidos

y el Guadalquivir cornea

contra puentes y molinos,

Córdoba, al velar tu sueño,

vela al mejor de sus hijos