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viernes, 27 de septiembre de 2013

Paquirri , 29 aniversario

Era sobre esta hora, minuto arriba minuto abajo.
 Sabíamos que la muerte ronda las plazas, que cualquier día puede devenir en tragedia. Que esto no tiene trampa, ni cartón. Pero no podía ser. A él no.
 Tan tiarrón, tan poderoso. Tan torero.
 Tan tranquilo en mitad del caos como un Cristo Yacente en una carrera loca por el callejón, en directo, ante la mirada de un país incrédulo con los ojos cosidos a la pantalla y el corazón en un puño : "Haga usted lo que tenga que hacer". Mirando a los ojos a la muerte, como tantas veces, como en la foto en blanco y negro que ilustra esta ventana berrenda, con aquella mirada azul que era un continente en el que se refugió la mujer más salvajemente bella de España. Carmina. Hija de torero. Madre de toreros.
Era esta hora, minuto arriba, minuto abajo. Era una hora en la que daban igual las horas. 
Ya no había horas. Sabíamos que el tributo de la gloria es a veces la muerte, que el peaje de ser torero es la vida. Y luego la eternidad. Siempre. Pero a él no podía pasarle
. Lo adoraban los aficionados por su poderío, mandó tarde tras tarde; lo adoraban las marujas de barrio enganchado del brazo de la Pantoja en las revistas de la peluquería. 
Lo adoraba el toreo, que sabía que era un dios de la guerra descendido a la carne, con los pies pegados a la tierra, con el que no se atrevía ni siquiera la muerte.

Podía haberse quedado faenando el atún de chaval en Barbate, pero le venció el veneno del toreo. Jodido veneno. Ahí plantado, macizo, rotundo, inquebrantable. A él no. Como una isla de calma en mitad de aquella tempestad de hombres, médicos y cuadrilla, los tendidos de septiembre que hubiesen dado su propia vida en Pozoblanco para salvar la del torero, el de la mirada azul.

Hace apenas unos meses me lo contaba el gran doctor Eliseo Morán, las lágrimas a flor de piel, el recuerdo tan presente; aquella impotencia de quien tantas vidas ha salvado, de quien ha suturado carreteras que escarban hasta el mismo alma de los hombres.
 Pozoblanco árido bajo el último sol, ya sin verano. Avispado maldito, antesala de la gloria de un torero sobre la sábana, horizontal, más allá de la vida, ya leyenda.

Aquella tarde, aquella noche que le marcó una cruz en el calendario, una cruz sobre la tierra, una puñalada, y luego la nada, esa sensación indefinida al irnos a la cama, el sentido tan nimio de la vida, el instante, esa incredulidad, esa certeza de que el toreo es mucho más grande que una tarde de clarines y timbales, más cierto que la sangre, más milagro que todos los versículos de la Biblia. Tan al límite.

Podía pasar. Pero a ese tío no, mientras España lloraba tras los cristales inabarcables de una viuda de luto riguroso y desmayado cuyos ojos amasaban las lágrimas de millones de ojos.
26 de septiembre, sin relojes, ya sin tiempo. Ese día mi generación entendió de golpe lo efímero de la vida, lo eterno de la gloria. Paquirri estaba muerto.Podía pasar. Pero a él no.

Y sobrevino la madrugada. Aquella madrugada sin luna, más allá de la ficción. Esta vez había pasado. A estas horas, minuto arriba, minuto abajo. Francisco Rivera Paquirri entraba por su pie, seda y oro, la mirada azul, en la gloria


. POR 

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