Por Santi Ortiz.
"La leyenda ha nimbado sus figuras con el halo imaginario de lo maravilloso, dislocando genialmente sus historias y recomponiéndolas luego a conveniencia de su gloria para concederles carácter de mitos.Y una vez extraídos de la historia y del tiempo con tal estatuto, será la memoria –que, como sostiene el humanista Emilio Lledó, “es una forma humana de inmortalidad”–; esa memoria colectiva y popular que habrá de encargarse de su evocación y alabanza como un ubicuo rapsoda, quien perpetúe su brillo y su odisea manteniéndolos vivos y libres de cualquier corrupción"
El testimonio de la memoria –lo apuntábamos en el artículo anterior– puede guardar fidelidad al hecho memorado, con lo cual se convierte en venero de historia, o bien adulterarlo distorsionando sus aspectos a conveniencia con lo que mete el ayer en el terreno de la leyenda. Y añadíamos que, en cualquiera de los dos supuestos, ambas contribuciones favorecían al toreo, pues, si bien la función veritativa de la memoria es esencial a la hora de dar carácter histórico a acontecimientos que ocurrieron en el orbe taurino, la representación idealizada de alguien o algo abona en la conciencia colectiva la fructífera semilla del mito.
Toreo quiere decir aventura, riesgo, incertidumbre, denuedo, heroicidad. ¿Y no es esa la urdimbre de la épica? ¿No representa la colectividad de aficionados que cuentan y cantan las hazañas de los hombres de luces o el temible episodio protagonizado por un toro fiero, una última reminiscencia de aquella tradición oral de origen anónimo y popular que recogía leyendas tradicionales para convertirlas en cantares de gesta? Es más, ¿no son estos dos aspectos de la transmisión oral taurina –el histórico y el legendario– reflejos de los dos mundos que coexisten en una plaza de toros en el transcurso de la corrida?
Cuando hablábamos de la experiencia estética, situábamos en la frontera de las tablas, de la barrera que delimita el círculo de arena del ruedo, la linde separadora capaz de aislar el objeto estético de sus contempladores. No es sólo eso. La barrera, como el marco de un cuadro, como las abiertas fauces de un escenario, como los bastidores del retablo en que maese Pedro representaba ante don Quijote y los huéspedes de la venta su función de títeres, supone el perfil separador de dos territorios espirituales.
De barreras arriba, ocupa sus escaños lo consuetudinario, la gente que apura sus horas en el cotidiano esfuerzo de vivir, la realidad más llana y simple. De barreras adentro, se abre el mundo mágico, el de la aventura, el del toreo, el de ciertos hombres que, huyendo del anonimato, se visten con trajes bordados de oro o plata, buscando cambiar la realidad por una hermosa ficción: aquella capaz de crear la ilusión de que la lucha que sostienen con el toro se ha transformado en una danza lírica, en una armónica secuencia de figuras y formas a las que asiste la belleza.
Cada vez que se abre la puerta del chiquero para que un toro salga por ella y haya un hombre esperándolo en un burladero para enfrentarse a él, comienza una nueva aventura. Y la aventura es algo que quiebra la tiránica envoltura de la realidad para desparramarse más allá de la misma; algo que la trastoca, la desquicia, para sumergirse en lo imprevisto, lo azaroso, lo inverosímil.
Cada aventura es un renacer del mundo, un adentrarnos por un proceso único e incierto en que el hombre utiliza, con riesgo de su vida, a la bestia buscando arrancar al público de su realidad cotidiana y trasladarlo al círculo mágico del ruedo donde le aguarda el prodigio, el enigma, el asombro e incluso la perplejidad de lo imposible.
Es crucial para la correcta comprensión de lo que el toreo supone y significa, apreciar en su justa medida cómo opera la transustanciación de la realidad en fantasía sin que aquella deje de ser real. De sobra es sabido que todo lo que ocurre en el ruedo es así: real; sin embargo, una cuestión de lenguaje lo cambia todo.
Al torero le pasa como al poeta épico cuando se alza en medio de la concurrencia y comienza a hablar. La gente se da cuenta de que no habla como ellos. Sí, mueve los labios y emite sonidos, pero no habla, recita. Las palabras no salen de su boca en alegre y despreocupado albedrío, sino que se atienen a determinada disciplina además de ser portadoras de algo que les confiere cierta nobleza, cierta alcurnia que las desgaja de la existencia trivial que suelen tener en el lenguaje ordinario. Los versos crean con ellas una atmósfera especial, cuyo simbolismo y cadencia es capaz de transportar a la audiencia a un predio poético radicalmente ajeno al estadio donde suele transcurrir su día a día.
El torero se enfrenta al toro y lo burla.
En eso no se diferencia de cualquier arrojado que en las calles de un pueblo hace alardes sorteando a cuerpo limpio las embestidas de un burel.
En eso no se diferencia de cualquier arrojado que en las calles de un pueblo hace alardes sorteando a cuerpo limpio las embestidas de un burel.
Sin embargo, en cuanto el torero “habla” desplegando su capote o embarcando la embestida en su muleta, conforme a las reglas del arte, todo se distancia. El riesgo y la osadía, el valor y el alarde pueden permanecer, pero el lenguaje inefable que el torero crea con sus figuras solemnes, sus pautas rituales, sus armoniosos giros, la templada cadencia de sus trazos, ha elevado a una potencia estética incomparablemente más alta la aventura.
Tanto, que llega a esconder la realidad tras un plano poético capaz de sacar al público de lo que está pasando –esto es: un hombre, que hace de su enfrentamiento con el toro la exteriorización de un sentimiento, y un toro, que vive el enfrentamiento con el hombre como una pelea a muerte– para transportarlo a un mundo lírico, donde el toreo se emparenta con la música y con la poesía.
Como el poeta épico, el torero ha conseguido que la gente levite, despegándose del áspero terruño de la realidad. Igual que un taumaturgo de la prestidigitación, alcanzado el estado adecuado de expresión artística, el torero ha conseguido borrar todo atisbo de lucha de la mente de los contempladores.
El deleite estético mece sus sentimientos, olvidados del drama de fondo que acontece en la arena. De ahí la brutal caída en lo real cuando, de improviso, acontece la cogida del torero.
Entonces el encanto se rompe y la cruda realidad vuelve a adueñarse de todo, obligando a los espectadores a abandonar su nube y tornar a “tomar tierra”. Entonces, expulsado de su mundo ilusorio, el público comprende que –al revés de lo que ocurre en el Quijote– los molinos de viento no eran tales, sino auténticos gigantes, y que aquello que tomaban por danza no había abandonado en ningún momento su condición de duelo a muerte.
Que el encantamiento salte hecho añicos por el mazazo de la violencia que estalla en la cogida no viene sino a ratificar, a apostillar, la existencia del encanto anterior, de ese morar del público por las rutilantes alamedas de la irrealidad; o mejor aún, por una realidad distorsionada mediante un cóctel de asombro y belleza, cuyo bebedizo ha poseído las mentes de los espectadores desalojándolas de la cruda realidad e instalándolas en el mundo lejano e incorruptible de la mitología.
Es como si el tejido lógico de la racionalidad hubiese sido desgarrado de pronto por el cuchillo mágico del arte introduciendo a la mente contempladora en un territorio onírico donde el sueño toma cartas de realidad hasta el punto de parecer más real que la realidad misma.
Cuando un colectivo, como el de los aficionados a los toros, siente excitarse su memoria mítica –no sé si llamarla mejor “su subconsciente mítico”– por el milagro que contempla en el ruedo, experimenta una invencible inclinación a dejarse hechizar, a zambullirse feliz en el orbe fantástico de la aventura, dejándose llevar por ella como don Quijote al poner su brazo en favor de don Gaiferos y la gentil Melisendra en el retablo de maese Pedro o el espectador que toma por verdades las del cómico que, en su papel de rey, pone más majestad, alcurnia y dignidad que cualquier rey verdadero.
Para Nietzsche, todas estas apariencias, el mundo de ilusión que generan, poseen una crucial significación en los diferentes campos de la ciencia y la vida. Ambos son un presupuesto necesario tanto para nuestra existencia como para el arte. Como creación consciente de una ilusión estética, el arte, en general, y el toreo, en particular, descansan sobre un primitivo anhelo de ilusión.
Es ésta la veladora esencial de la acción. La vida en general se ha organizado sobre una inextricable red de errores, cegueras y mentiras. Ni siquiera la ciencia podría sobrevivir sin el mito y son sus cimientos ciertas ficciones reguladoras de partida.
Hasta las leyes de la naturaleza pueden interpretarse como últimos refugios del “sueño mitológico” (Y me apresuro a pedir disculpas por despachar tan por encima tema tan delicado).
Por tanto, hemos de asumir el hecho cierto de que esas ideas, de cuya falsedad somos conscientes, son auténticas necesidades biológicas y culturales.
Sin ellas, la humanidad hubiese sido incapaz de elevarse sobre sí misma.
Sin ellas, la humanidad hubiese sido incapaz de elevarse sobre sí misma.
Tampoco el toreo hubiese sobrevivido y evolucionado sin ellas como lo ha hecho. Constreñido a la escueta fenomenología de lo real, sin el firme basamento de ese mundo imaginario poblado de bellas apariencias capaz de remontarnos al orbe de los héroes y de las hazañas más fantásticas, bien pronto hubiera periclitado marchito de mera desilusión. Cuando el hombre se convierte en torero, cuando ante sus propios ojos siente dicha transformación como si hubiese mutado realmente de un cuerpo a otro, de una forma de ser y de pensar regida por la selección natural a otra fruto de la selección cultural que el toreo impone, está experimentando en su propio ser la raíz más radical y primitiva del drama: el tránsito de lo común a lo notable, de lo humano a lo heroico, de lo vulgar a lo extraordinario. La metamorfosis del hombre en torero es el puente capaz de cubrir el salto del universo cotidiano al mundo encantado de las fábulas, las epopeyas y las taurologías.
Convertido en torero, el hombre siente que todo en torno suyo aumenta de importancia, tanto la tensión a que lo somete la responsabilidad, como la dignidad que lo nimba; tanto su orgullo, como su miedo. Sin embargo, para este último echa mano del estoicismo que le ha venido tatuando en su voluntad la experiencia y lo convierte en capote maestro del fingimiento. Con gesto sereno, se envuelve en sus pliegues y sin mover un músculo tira para adelante con la apostura que requiere el cargo.
Y es de esta metamorfosis y de las proezas que con ella logre frente al toro en el ruedo, de donde extraerá la memoria colectiva la semilla que habrá de fructificar en leyenda. Cojan la historia verídica de una figura del toreo, como Juan Belmonte o Manolete, por ejemplo, y rocíenla con las simientes míticas que sobre ellos pululan por los mentideros taurinos o permanecen escondidas bajo la epidermis de la memoria literaria.
A su solo contacto, lo verídico de la historia comenzará a arder y consumirse por todos sus puntos cardinales dejando, una vez concluida la combustión, la asombrosa y legendaria hagiografía de un mirífico Belmonte o un prodigioso Manolete. La leyenda ha nimbado sus figuras con el halo imaginario de lo maravilloso, dislocando genialmente sus historias y recomponiéndolas luego a conveniencia de su gloria para concederles carácter de mitos.
Y una vez extraídos de la historia y del tiempo con tal estatuto, será la memoria –que, como sostiene el humanista Emilio Lledó, “es una forma humana de inmortalidad”–; esa memoria colectiva y popular que habrá de encargarse de su evocación y alabanza como un ubicuo rapsoda, quien perpetúe su brillo y su odisea manteniéndolos vivos y libres de cualquier corrupción.
Los personajes así idealizados, como les ocurre a las figuras épicas, no representan ningún arquetipo, sino que alzan su presencia como criaturas únicas. Hubo un solo Belmonte y un solo Manolete y un solo Espartero, como únicamente existieron un Hércules, un Aquiles y una Helena de Troya.
Y a través de esa fauna de figuras inmortales, de esa galería de imprescindibles, tejerá el toreo toda una red de gestas, gestos, hazañas y prodigios para formar con ella el cuerpo de su mitología, presupuesto necesario –como sostenía Nietzsche– tanto para el arte, como para la ciencia o incluso para la misma vida.
Con esta vía tangencial de oralidad, clausuramos los caminos de la comunicabilidad del toreo. Recordemos que dentro de la plaza, la comunicación directa entre la mente que torea y la mente que contempla o de aquella consigo misma nos ofrecía dos posibilidades de información: la que nos suministraba conocimientos, tránsito hacia el gozo intelectual, y la que nos transmitía emociones, bien a través del peligro, bien del deleite artístico, para confluir en la denominada “experiencia estética”.
No obstante, dado su extremado carácter efímero, el toreo necesitaba además algo que lo conservara más o menos vivo fuera de la plaza, y ahí, además de los documentos gráficos, cinematográficos, periodísticos, literarios, etc., es donde entra la memoria a jugar un papel capital, tanto en la función veritativa de la rememoración, como en la creación de un mundo legendario donde los diamantes del toreo sean pulidos, tallados y transformados en admirables gemas o piedras preciosas.
Todo esto –es indudable– tuvo y sigue teniendo una importancia extraordinaria para la pervivencia del toreo.
No obstante, cuando en cualquier coso del mundo, a la hora del clarín en punto de la tarde, rompa plaza el primer toro del festejo, se encampane, rebufe, se arranque a la llamada de los peones y frene ante el burladero de la primera suerte ametrallando de arena levantada hasta los que se sientan en primera fila de barrera; cuando sus ojos y los del torero se encuentren por primera vez, el toreo y la mitología serán dos cosas absolutamente diferentes.
Sin embargo, una nueva aventura habrá dado comienzo y el mundo habrá experimentado el inicio de un nuevo renacer.
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