Por Santi Ortiz
Se me están quedando viejos los recuerdos. Amarillean algunos en el cofre sin luz de la memoria y la polilla se hace dueña de otros. Después de esta conclusa Feria de Sevilla, urgida a trasladar el abril al otoño por dictados de un virus, se me ha hecho más presente que nunca el oceánico abismo que se abre entre el mundo de los toros que me acogió en su seno siendo yo adolescente y éste por el que ahora transita mi vejez. Son muchos los cambios radicales y entre ellos Sevilla. ¡Cómo ha cambiado, y no para bien, La Maestranza!
Aquella sabiduría que transpiraban los tendidos cuando yo comenzaba a frecuentarlos –el pasado 1 de octubre se cumplieron cincuenta y cinco años de la primera corrida de toros que vi en coso del Baratillo: reses de Bohórquez y Urquijo, mitad por mitad, para Ostos, El Cordobés y Paquirri–, se ha convertido en un derroche de tonterías, servidas en el tradicional ombliguismo sevillano, que han dado a luz tontos tan insignes como el maestro de la Banda, que se arroga la facultad de convertir su música, amenizadora y amiga cordial de las faenas, en amenazadora censura de lo que los diestros realizan, al cortar la interpretación a mitad de las faenas sin motivo que lo justifique o exhibiendo doble rasero a la hora de tocarle a unos toreros y a otros no, en igualdad de circunstancias. Todo como si él tuviera en su batuta el premio y el castigo del hombre que está toreando y sin que nadie, salvo los babiecas que gustan de decir: “El que más sabe de toros es el maestro de la Banda”, le haya otorgado el papel de sumo inquisidor de La Maestranza. Por eso disfruté tanto, cuando el pasado viernes, con gesto altivo y terminante, mandó Morante parar su música y lo puso en el sitio que le corresponde: el de los tontos que asumen papeles para los que no tienen competencias. Lástima que no se corra la iniciativa entre los demás toreros y le quiten toda la estulticia que tiene encima.
Hablando de sabiduría, se me vienen a la memoria los tendidos 9 y 11 de aquellos tiempos. Uno de sol y sombra y otro de sol. Mucha camisa blanca, muchas blusas de patén, muchos trajes de pana, muchas caras y cuellos curtidos y agrietados por el rigor del sol y los sudores en los campos de los pueblos limítrofes. Mucho roce con el toro en el campo y mucha prudencia y sensatez a la hora de enjuiciar a toreros y reses, pero con un estricto sentido de lo bueno y lo malo en el toreo. Era un sector duro de convencer y era imposible que un torero “entrara en Sevilla” sin su beneplácito; pero sabían muy bien aquilatar las cosas para darle a cada cual lo suyo. En ellos no se daba el fantasmeo que hoy adorna a muchos de los que presumen de güenos afisionaos, de saber lo que ignoran, sin que pasen de ser unos ladrones de oído que dictan cátedra de lo que de otros escuchan, sin detenerse a analizar lo que de acierto y yerro tienen sus palabras.
Hoy, por lo que he podido apreciar en esta feria, el aficionado a los toros de Sevilla se parece cada vez más a los hinchas del fútbol, que al posicionarse a favor de su equipo son absolutamente inclementes con el bando contrario. Así he visto a los hinchas de Aguado no sacar los pañuelos para Roca Rey, después de que éste se jugara el pellejo con un total desprecio de su vida, contribuyendo con su omisión al descarado hurto de la oreja, más que justamente ganada, y que hubiera cortado en cualquier otra plaza incluida esa vieja Maestranza sacada del hondón de mi memoria.Este es sólo un ejemplo de lo que está convirtiendo La Maestranza en un putiferio plagado de cursis y sibaritas; pero antes no era así. Cuando Sevilla era pepeluisista, Manolete cortaba orejas y triunfaba en Sevilla sin que tuviera que luchar contra la bandería contraria. A unos les gustaba más Pepe Luis y a otros Manolete, pero a la hora de hacerle justicia a un torero le reconocían lo que le había hecho al toro sin mirar “los colores” de su preferencia. Es posible que alguno pueda objetarme: “Vale, pero en la época de El Espartero, se vendían pitos en la puerta para pitarle al Guerra”. Y es verdad, como si nos remontamos a la época de Lagartijo y Frascuelo, o a la de Joselito y Belmonte. Pero en estos tres casos había una verdadera competencia entre los diestros rivales que se hacía extensiva a sus correligionarios. Sin embargo, en el caso actual no existe nada de eso. ¿Qué clase de competencia puede haber entre un torero que sale cada tarde a montarse encima de los toros sean cuales fueren sus ideas y condiciones, como Roca Rey, y otro que se sabe a expensas de ese toro soñado que le permita realizar su exquisito toreo, tal que Pablo Aguado o Juan Ortega? Toda competencia debe tener un mínimo de regularidad y aquí ya falla la cosa. De ahí las palabras de Manolete cuando se enteró de que Pepe Luis lo había retado: “…Como no sea a comer gambas”.
Otra cosa en que noto la diferencia de aquella Maestranza y ésta de hoy es su actitud ante la prisa. Tal vez no sea la plaza, ni Sevilla, sino el mundo actual el que se ve afectado de tener necesidad de que todo se realice inmediata o rápidamente, pero, en cualquier caso, eso repercute de forma negativa en el mundo del toro y muy particularmente en La Maestranza. Sabido es que el toreo se realza en la medida que se hace despacioso. El temple es una virtud de la que se nutre el buen toreo y los manejos del toro en el campo, donde las prisas se quedan fuera de las lindes del cerrado. Antes, la plaza de Sevilla sabía esperar a los toreros. Concedía tiempo a los sueños para que se fueran fraguando hasta desembocar en el logro o en la frustración. Hoy, sin embargo, todo está aquejado de apresuramiento. Basta que un muchacho tenga una tarde ungida por el éxito, para que se le coloque, ipso facto, en el podio de las figuras consagradas. Un ejemplo: después de su magno triunfo de 2019 con la corrida de Jandilla, salvo contadas excepciones, los sevillanos postulaban: “Pablo Aguado ha parado el toreo”. Ahora, dos años después, vemos que el toreo, lejos de pararse, sigue andando y que la nombradía de Aguado ha quedado hasta cierto punto relegada por el nuevo “descubrimiento” de Sevilla: Juan Ortega, que ha pasado a ser el non plus ultra del arte del toreo. Y arte tiene, qué duda cabe. Y un exquisito buen gusto a la hora de componer las suertes. Pero también adolece de carencias que debe subsanar si quiere llegar a ser esa figura que los aficionados de Sevilla ya dan por hecha. Hará bien Ortega en no prestar oídos a estos cantos de sirena, pues, por el camino que lleva corre el riesgo cierto de quedarse en un torero de pellizquitos y no en el astro capaz de perfumar con su arte indiscutible sólidas faenas, de las que sustentan su peso y calado en ligar el toreo fundamental con tandas macizas de naturales y redondos hasta cuajar de pitón a rabo el toro que se preste.
Es una pena, pero Sevilla, otrora sabia y sosegada, ha caído en las febriles garras de la ansiedad. Necesita tener un torero propio por encima de todo y cuando lo vislumbra lo quiere ya. Y si mientras tanto hay que inventárselo se lo inventa, como si forjar una figura fuera cosa de visto y no visto; como si el tiempo no fuera un factor decisivo para convertir un vino joven en solera. Pero, ya digo, creo que más que una cosa de Sevilla es de la época que nos toca vivir, donde permanecer en un sitio es como retroceder porque todo te pasa a velocidad de vértigo.
Muchos son los cambios, a veces notables, otras imperceptibles, cuyo acopio va desconfigurando el paisaje que te era familiar. Lo peor de todo es cuando notas que, en esa plaza a la que llevas acudiendo asiduamente más de cuarenta años, comienzas a no entenderla, a no saber a qué obedecen ciertas reacciones del público para ti incomprensibles. ¿Es porque te has quedado antiguo o porque el público es otro y los aficionados de toda la vida hemos quedado relegados a fósiles que sólo tienen ya cabida en el museo arqueológico de la Fiesta? De una forma u otra, el resultado es el mismo: una sensación de marginalidad, de desplazamiento, de sentirte extraño en un sitio que durante décadas taurinamente fue tu casa. Y eso duele.
Lo que parece inasequible a la erosión del tiempo es su belleza. La Maestranza sigue estando tan guapa, tan cuidada y encantadora como siempre. La enjalbegada blancura de sus muros, el ocre que le sirve de contraste haciendo juego con el amontillado tono de su albero, la brillante negrura de sus verjas, los azulejos de su tejadillo, del que guiñan resplandores de cobre con el sol de poniente. Y su historia… empapándolo todo, palcos, gradas, tendidos y barreras. Y esos arcos por los que ha desfilado la entera biografía del toreo.
En eso no ha cambiado, pero en lo demás mucho. Tal vez demasiado. Ahora bien, si te topas después con la jaula de grillos de Las Ventas, con el despropósito de sus palmas de tango, las voces importunas de los sabelotodos del tendido 7 y el desabrimiento que convierte la Fiesta en un juicio sumario, entonces un servidor pica espuelas y se vuelve al refugio de Sevilla ya que, pese a todos los cambios, afirma y se reafirma en que La Maestranza sigue siendo la mejor plaza para ver toros de España.
1 comentario:
Buena crítica.
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