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jueves, 21 de julio de 2022

FUGACES RECUERDOS DE UNA NOCHE MÁGICA

 Por Santi Ortiz



El actual empresario de La Merced, José Luis Pereda, ha tenido el acierto de incluir en las corridas colombinas de este año una novillada sin picadores bajo el lema “Huelva es torera”, con la finalidad de promocionar el toreo de nuestra región y ofrecer una oportunidad a los muchachos de nuestra tierra que quieren ser toreros. Al final, el cartel ha quedado compuesto por ocho novilleros: tres de Huelva –García Palacios (de la capital); Enrique Toro (de San Juan del Puerto) y Carlos Tirado (de Ayamonte)–, y cinco “vinculados” de una u otra forma a esta provincia, que son: Pablo Polo, Antonio Romero, Mariscal Ruiz, Mauro Macandro y Antonio Santana. Se enfrentarán a ocho erales de La Galana, ganadería propiedad del matador de toros Juan Pedro Galán y procedencia José Luis Pereda. El festejo tendrá lugar el martes, 2 de agosto, a las diez de la noche.

Una novillada sin caballos programada en Las Colombinas, nocturna, de ocho novillos y estos propiedad de un matador de toros, eran muchas coincidencias como para que la memoria no ajustara sus coordenadas y me zambullera en los recuerdos de aquella otra que toreamos el 4 de agosto de 1968, en las fiestas Colombinas de la inauguración de la plaza Monumental. Todo queda tan lejos que, a veces, dudo si fui yo uno de los cuatro protagonistas en seda y oro de aquella noche mágica, pero, está tan vivo, que es imposible creerse que aquel Santi Ortiz que se debatía entre las fiebres más altas del toreo fuera ajeno a quien ahora escribe estos párrafos desde la andanada del recuerdo.

Cuánto ha cambiado aquella Huelva asolada por las plagas de mosquitos, que obligaban a emplearse a fondo a la escuadrilla de avionetas fumigadoras para hacer habitables los atardeceres; aquella Huelva que cerraba definitivamente las puertas de su plaza vieja –novillos de Rufino Moreno Santamaría, para Isaías González, Joselito Cuevas y Pepe Muriel–, a mediados de julio, cuando todavía la afición onubense esperaba impaciente la salida de los carteles definitivos de la feria que iba a inaugurar el bello recinto taurino proyectado para más de 14.500 espectadores. Tardaron aquellos más de la cuenta en salir, dada las imposiciones de Antonio Ordóñez, que vinculaba su inclusión en la feria a torear la corrida de inauguración y sin El Cordobés. Midió mal sus fuerzas el maestro de Ronda y se quedó fuera, propiciando de este modo que, al fin, se hiciera pública la cartelería colombina, tapabocas de la rumorología que había venido campando a sus anchas en las tertulias y mentideros huelvanos.



El día 2 de agosto, a las seis y media de la tarde, tendría lugar la corrida inaugural donde Miguel Báez, Litri –reaparecido para la ocasión–, Manuel Benítez, El Cordobés, y Ángel Teruel –el torero de la Empresa– se las verían con el prestigio ganadero de todo un señor del campo bravo: don Celestino Cuadri. Esa misma mañana, cuando Huelva se desperezaba jubilosa con el triunfo el día anterior de Pablo Gómez Terrón al tomar su alternativa en Barcelona –una oreja cortada en cada toro a cambio de una fractura de clavícula–, el Obispo de la diócesis, monseñor García Lahiguera procedía a la solemne bendición de la nueva plaza.

El día 3, a la misma hora del festejo anterior, se celebraría la segunda corrida de toros anunciada, con la repetición de Litri, Paco Camino–que hacía su debut de matador de toros en Huelva, ya que hasta entonces sólo había toreado un festival– y Palomo Linares, quienes habrían de vérselas con un encierro propiedad de don Clemente Tassara, pero que lucía en la llana el pial del marqués de Albayda, recientemente adquirido. Aquí se dio el hecho curioso de ser Palomo el primer torero que atravesaría en hombros la puerta grande del flamante coso, pese a que el día anterior, los tres toreros –Litri, con dos orejas; El Cordobés, con tres y un rabo, y Ángel Teruel, con dos y rabo– pudieron hacerlo. Esto nos da indicio de cómo en aquellos tiempos no estaban tanto los toreros por salir en hombros como en la actualidad. ¡Cuántas veces he visto salir corriendo a El Cordobés y a otras figuras para librarse de la “paliza” de los costaleros y forofos!

El día siguiente, domingo, nos tocaba a nosotros. La novillada mostraba un doble atractivo: uno, en lo que al elenco inaugural se refiere, pues, programado su inicio para las diez de la noche, íbamos a estrenar la iluminación del recinto; y otro, porque tres de los cuatro novilleros anunciados en esta ocasión –Paco Pirfo, Santi Ortiz y Venancio–, reanudaban su competencia ya exhibida en dos novilladas previas aquel mismo año en la plaza antigua, donde se repitió la terna; esta vez incrementada a cuarteto por la inclusión de Pepe Muriel. Para mayor aliciente, se ponía en juego el Primer Trofeo Litri, otorgado al novillero triunfador del festejo.



Los novillos a los que debíamos enfrentarnos lucían el hierro del “1”, símbolo de aquel alzamiento de dedo de Luis Miguel Dominguín en Madrid, autoproclamándose número uno del toreo y que los dominguines escogieron como hierro de la ganadería de la casa, lidiada a nombre de Hermanos González Lucas. Fue una novillada seria, cuya presencia y pitones causó sensación desde el momento que fue desembarcada en los nuevos corrales. Para colmo, no fue buena. Sacó genio, temperamento y cierta dosis de sentido, salvo el sexto y el último, que por cuajo y poder tenía metido en un puño el corazón de los espectadores.

De los prolegómenos del festejo, sólo me acuerdo de que, por la tarde, me fui al cine Rábida, donde ponían “Nuevo en esta plaza”, la película de Sebastián Palomo Linares. Ya pueden hacerse idea de la inyección de afición que supuso ver las peripecias de Palomo y su fe indestructible en sus ganas de ser torero. Esos deseos de un sin nombre por hacerse un nombre, eran los míos. Esos sentimientos indescriptibles pasándose una res por la barriga, eran los míos. Ese sueño de ver su nombre en los carteles, era el mío. Como era mía la satisfacción que da la conciencia de tener un algo por que luchar. Tantas ganas tenía de estar en la plaza que, en cuanto llegué al hotelito donde paraba, me puse el vestido de torear y, enfundado en él, empecé, delante de un espejo, a pegarle pases a mis quimeras hasta que llegó el mozo de espadas para vestirme en serio.

Había ambiente. La plaza no estaba llena, pero la entrada era buena; tanto que, como me confesara meses más tarde el empresario Domingo Dominguín, fue la mejor entrada en una novillada sin caballos registrada en España aquella temporada. A la hora fijada, liados en nuestros capotes de paseo, estábamos los cuatro en el portón de cuadrillas: grosella y oro, Pirfo, y, bordados en el mismo metal, de rosa, yo; de negro, Venancio, y Pepe Muriel no recuerdo bien si iba de caña o de champán. Primer paseíllo novillero en la plaza nueva. La hora de la verdad había llegado.


No me propongo escribir la crónica de la novillada, tan sólo algunos hilvanes de lo que conserva mi memoria. Por ejemplo, que Paco Pirfo cortó la primera oreja concedida a un novillero en dicha plaza; que mi primer novillo era un dije, negro como la endrina y brillante como la grupa de un potro, pero con peores ideas que un tábano rabioso. Creo que me pegó tres volteretas, en una de las cuales, estando en el suelo, me largó una coz que me rajó por dentro la cara con mis propios dientes; percance leve que aprovecharon, en los días posteriores, Pirfo y otros amigos para contarme chistes y gracias, a fin de hacerme reír y que me doliera. Cosas de muchachos. Pero la lidia de ese novillo me dejó una secuela mucho peor y grave, pues me obligó a preguntarme si había olvidado cómo se toreaba. Yo venía de una racha, en las dos novilladas anteriores, que si no me cogían ocho o nueve veces, es porque lo hacían diez u once. Y yo no había sido nunca torero de eso, sino un novillero seguro que se distinguía por sus clásicas maneras de torear.

El tercer novillo también sacó su guasa y, entre los achuchones y cogidas que sufrió y que él no había acudido a la plaza con buenas vibraciones, Venancio vio cómo se le iba vivo a los corrales. Son cosas que les pasan a los toreros. Aún le quedaba otro, pero aunque a éste sí lo mató, no tuvo su noche y defraudó las enormes expectativas que había despertado con sus dos actuaciones anteriores.

De Pepe Muriel, me acuerdo sobre todo de su último novillo. ¡Un tío! La gente se asustó por su trapío –durante su lidia hubo conatos de bronca al palco solicitando picadores y voces que dirigiéndose a la empresa coreaban ¡Asesinos! ¡Asesinos!– y eso le impidió ver la clase del novillo. La misma que con su brega descubrió el banderillero José Pareja. Muriel estuvo valiente y hasta le sacó pases de buena factura, antes del volteretón que sufrió dejándole semiinconsciente. Yo quise aprovechar la ocasión de que Pirfo estaba en la enfermería, para tratar de convencer a Pepe de que se dejara conducir al “hule” y se pusiera en mano de los médicos. De esta forma, al novillo hubiera tenido que matarlo yo y estaba loco por torearle. La artimaña, sin embargo, no me salió, pues Muriel sacando su casta de torero se negó a abandonar el ruedo y en él continuó para seguir haciéndole faena a aquel burel, que había metido el miedo en la plaza sin dejar que los tendidos vieran la clase que atesoraba. Muy bien estuvo Pepe con él y si no sacó algo más productivo fue porque los aceros no fueron certeros. En cualquier caso, salió en triunfo del redondel.

Lo mío en el sexto lo he dejado para el final. Cariavacado, corniveleto, zancudo, alto, un punto galgueño, largo, estrecho de pechos, basto y con unos pezuñones de buey de carreta, yo conocía al “venao”. Feo como él solo. Era lo esperable. El segundo había sido el más bonito y las reglas del sorteo establecen que al más guapo le aparejen el menos agraciado. En el primer tercio, ni humilló ni se empleó ni me dejó hacer otra cosa que bregar sobre las piernas.

Cuando cogí la espada y la muleta y me fui a por él, puedo juraros que, en toda mi carrera, ni antes ni después de aquella noche, había ido a comenzar mi faena con menos esperanzas, más convencido de que no iba a pegarle ni un pase. Embargado por ese desánimo, le junté los pies y lo cité por estatuarios, dispuesto a tirar por la calle de en medio en cuanto me hiciese algo mosqueante. Lo llamé, se me vino, me quedé quieto y pasó. Lo volví a llamar y volvió a pasar. Y así una vez y otra y otra. No me lo creía, pero yo estaba toreando y el toro me estaba obedeciendo. Bajo aquella fealdad se escondía una nobleza y un son que eran los que yo necesitaba para reencontrarme conmigo. Me volví loco de contento y le formé un lío. Con las dos manos; pero las sensaciones que me afloran de aquel día apuntan sobre todo a la mano izquierda, a aquellos naturales que con tanto sentimiento extraía yo del alma. La faena fue completa. Después de empalmar un molinete de rodillas con un pase por alto –yo era torero de reposo y levantarme me costaba la vida–, me echó mano, pero sin consecuencias. Seguí toreando, cada vez más dueño del toro y de mí. Saqué del armario de adornos los que me vino en gana y, después de pincharlo, lo hice morder el polvo de una buena estocada. El presidente estaba durillo, pero acabó sacando los dos pañuelos. El primer Trofeo Litri ya tenía dueño, aunque debo añadir, en honor a la verdad, que nunca lo vi ni jamás nadie vino a entregármelo. Cosas del mundillo taurino.


1 comentario:

Coronel Chingon dijo...

Que recuerdos más entrañables, gracias por. compartios