El valor y la espada
Por Santi Ortiz
Tres cuartos de siglo. Setenta y cinco años hace que los malos vientos de Linares sumieron a España en un crujir de duelo que anegaría en llanto todos sus puntos cardinales. Un toro de Miura había matado a Manolete. Al más grande. Al eje, faro y guía de la tauromaquia de aquel tiempo. Al que puso su nombre a una época. El que cambió el toreo, dándole una significativa vuelta de tuerca a la revolución belmontina. El que se consolidó como primer torero moderno. El que metió al toreo por la exigente senda de la regularidad. El que hizo del pundonor principio básico e inexcusable de su concepto torero. El que convirtió el respeto al público en una insoslayable filosofía.
Torero de leyendas y cantares, Manolete comienza a alimentar el gusanillo de los toros dejando retazos de adolescencia por el herradero de la finca “Lobatón”, por el cortijo “Casablanca”, en el tentadero de don Florentino Sotomayor, el día que recibe un puntazo en la ingle de una becerra y soporta estoicamente las curas sin quejarse. Ese día, uno de los toreros invitados –Marcial Lalanda– se brinda a llevarlo a Córdoba para ahorrarle la caminata de vuelta. Vendrían después –aún con pantalones cortos– su primera actuación en público, en la escuela taurina de Montilla, en la de Córdoba, en la de Bujalance. Seguirá la novillada de Cabra, con Juanita Cruz y, más tarde, su contratación para la parte seria del espectáculo taurino musical, Los Califas, que le sirve para placearse y para enfundar –en Arles– el primer traje de luces. Corre el año 1933.
Al año siguiente, desentendido ya de Los Califas, le llega la hora de satisfacer una de sus más anheladas ilusiones: hacer el paseíllo de luces en “su” plaza de Los Tejares; después, el 1 de octubre, torea en Écija su primera novillada diurna, ya que hasta entonces el sol no ha asistido a sus festejos. Y tras repetir en la población astigitana y torear en Sabiote, se planta en la temporada de 1935.
En ella, Manolete, tal vez impaciente por quemar etapas, se atreve a dar un paso tan importante como es presentarse en Madrid –placita arrabalera de Tetuán de las Victorias– para debutar con picadores. No son pocos los que en Córdoba juzgan prematura tal presentación por no considerarlo preparado para ella, pero Manolete envuelve en el silencio su firme determinación y, el día 1 de mayo, se ve haciendo el paseíllo junto a los mexicanos Liborio Ruiz y Silverio Pérez y el español Varelito Chico, para estoquear un encierro de don Esteban Hernández, con el agridulce sabor de ver cómo un error en la confección de los carteles le cambia por Ángel su nombre de Manuel.
Esta novillada de Tetuán –que a la postre serían dos, pues lo repitieron unos días después– me parece muy ilustrativa para establecer con qué armas contaba el torero cordobés en aquellos inicios de su andadura.; esto es: sus cualidades innatas sobre las que luego se iría construyendo y levantando su tauromaquia.
En primer lugar, hay que subrayar el acierto de los que juzgaron precipitado el debut de Manolete en Tetuán. Ni él ni Silverio consiguieron triunfar, pese a que la historia los elevaría después a figuras capitales del toreo de España y de México. A Manolete se le vio verde, verdísimo, con capote y muleta, y se le resaltó como defecto su pertinaz codilleo. En la prensa, hubo de todo, desde lo que dice de él José Argibay, en Informaciones: “(Manolete) Es un pobre diablo sin la menor noción de lo que representan la capa y la muleta; que ni siquiera sabe coger. En cambio, mata superiormente; pone en el trance gran sabor y alegría, se cruza bien y pueden apreciarse fácilmente los distintos movimientos del lidiador al ejecutar la suerte.”; a la más conmiserativa de J. Carmona en ABC: “aun con los defectos propios del incipiente torero, vacilante sobre el terreno que pisa y poco suelto en el juego del capote, pero decidido y seguro en cambio al ejecutar el volapié, la impresión del espectador es la de tener en presencia un positivo valor taurino, representado por un auténtico estoqueador de reses bravas.
“En Manolete, repetimos, puede cuajar un gran torero, tan pronto cuando con mayor confianza y soltura de capote sepa colocarse en los terrenos del toro, recogerle y mandarle. Respecto a su modo de montar el estoque, perfilarse y salir limpiamente de la “reunión”, su manera no cabe mejorarla al hacer resurgir el clásico volapié, cuya fórmula está consignada en los doctrinales taurinos.”
Con la unanimidad de la crítica, ya tenemos uno de los puntales en que se asienta su toreo: la espada. El otro, apreciado con menos claridad por los revisteros, es el valor; cualidad que no podía pasar desapercibida a unos ojos expertos como los del padre de los dominguines, empresario por más señas del coso de Tetuán. De su mano, un Luis Miguel de ocho añitos asistió a estas novilladas. En una de ellas, y ante la incomprensión del público, no acostumbrado a ver a alguien como aquel ciprés, quieto como un palo, que aguantaba impertérrito las oleadas del novillo, que cogió a Manolete cuantas veces quiso dejándole magullado y el vestido hecho unos zorros, alguien le gritó “¡Chalao!” Y Luis Miguel, sin poderse contener, le respondió: “El chalao lo será usted. Idiota.” No obstante, en cuanto acabó la novillada, buscó a su padre para preguntarle si él creía que Manolete era un chalao:
“No hijo –le respondió–. Manolete no es ningún chalao. Con ese valor, si le respetan los toros, va a ganar los estados de Isabel II”
El tronco de la saga Dominguín no se equivocaba. Y sustentándose en dicha cualidad, aunque no sólo en ella, Manolete llegaría a la cumbre que muy pocos toreros han sido capaces de hollar.
El Manolete primigenio se yergue, pues, sobre dos puntales básicos: el valor y la espada. Ninguno de los dos se aprende. El valor es innato. En cuanto a la espada, puede aprenderse la técnica de ejecutar la estocada o el tranquillo para echar carne abajo, pero el estilo de estoqueador, ese que lucía Manolete desde el primer momento, eso tampoco se aprende. Se lleva en la masa de la sangre o no se lleva.
El 25 del siguiente julio, ve cumplido otro de sus sueños: debutar con picadores en Córdoba. Esa tarde, ante los astados de doña Enriqueta de la Cova, volvió a exhibir las luces y las sombras que ya dejara patentes en Madrid, como queda reflejado en la siguiente crónica: “Debutó Manolete, y nosotros, a lo largo de su actuación, observamos en él un notable y muy natural desentrenamiento con capote y muleta. Esto suplido por una dosis nada despreciable de valor y por un estilo de matador cumbre. Nada podemos decir hoy por hoy de Manolete. Aprenda lo que ignora. Perfeccione los defectos de que adolece. Y entonces hablaremos.”
Manolete no se desanima: aprende y perfecciona, y en mayo del 36 comienza a recoger sus frutos en el festejo que torea en Los Tejares con Jaime Pericás y Pascual Márquez, el cual le vale su inclusión en la novillada ferial de la Virgen de la Salud. En el mes de junio, remacharía el triunfo ante sus paisanos, cortándole las orejas y el rabo a un astado de García Pedrajas. Esta salida en hombros y los dos éxitos anteriores constituyen la mejor propaganda para el torero de La Lagunilla y, a su reclamo, comienzan a llamarlo de otras plazas de Andalucía. Pero, estalla la guerra y se produce la movilización, y aquella posible campaña queda reducida a intervenir en los escasos festivales patrióticos que por entonces se celebran.
Sin embargo, para Manolete, el hecho de mayor trascendencia de ese 1936 es que José Flores, Camará, se hará cargo formalmente de él a partir de finales del mes de octubre, para continuar a su lado durante toda su carrera hasta la fatídica tarde de Linares
1 comentario:
Como siempre una lección de historia taurina. Espero que en la serie de artículos sobre Manolete escribas uno rebatiendo la "leyenda negra" de este gran torero. Un abrazo
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