'Tardes de soledad', el documental que sigue un día de corrida del matador Andrés Roca Rey, se impone de forma justa y abre el debate sobre la tauromaquia como nunca antes
Hasta el toro, todo es rabo. Si algo en esta frase les suena raro, confuso o solo equivocado es que no han estado en la edición del Festival de San Sebastián que hace la número 72 .
Y, sin embargo, por lo que pasará a la historia con todos los honores es por el prodigio de rareza, profundidad y misterio que es Tardes de soledad, la película de Albert Serra que, además de llevarse una irrefutable Concha de Oro, abre un boquete en el centro de la mesa, de todas las disputas y de todos los debates
El ministro de Cultura va a tener problemas para no ser confundido con el bombero torero a partir de ahora. Cuando creíamos que la tauromaquia ya no nos importaba y dábamos por hecho que la fiesta de los toros acabaría por ser una víctima más del y-tú-más que nos consume, llega un director de cine que no es capaz de distinguir una verónica de un pase de pecho y se marca una faena monumental tan agónica como divertida, tan fascinante como repulsiva; una película desmedida, preciosa, precisa, brutal, desconsolada, trágica, bella y, desde cualquier punto de vista, única.
Si lo que acaban de leer les suena exagerado, raro, confuso o solo equivocado es que, créanme, no han estado en San Sebastián, desde hoy centro mundial no solo de la tauromaquia, que quizá también, como del sinsentido profundo de la misma vida. Lo dicho, hasta el toro, todo es rabo. O al revés.
El palmarés del festival que acaba cumplió así con su deber, algo que no siempre pasa, de otorgar el mayor de los premios no solo a la mejor película, que también, sino a la más relevante. El ejercicio de cine que ofrece Serra, antes autor de prodigios como Pacifiction o La muerte de Luis XIV, alcanza a retratar un oficio (que algunos dicen que también es arte) como nunca antes. Al toro se le escucha sangrar (y respirar), a la muerte se la huele, el miedo se toca con la punta de las retinas y el tiempo vive detenido en un espacio sagrado entre el arrojo y la duda. «La vida no vale nada», se escucha decir a uno de los que acompañan al matador Andrés Roca Rey, el auténtico protagonista de este documental que no solo observa, sino que crea un universo desde el vacío que convoca. Y es ese grito entre nihilista y desesperado el que da la pauta de una película que apela con la misma fuerza y convicción a la prosa y a la poesía, a la razón y al mito, al miedo y a la entrega. No se trata de una película para la discusión, aunque ya está ahí, sino para la introspección callada, para la reflexión alerta y siempre sorprendida.
Así las cosas, Tardes de soledad tiene mucho de milagro y consigue ser lo que probablemente pretendía: la película que nadie quiere ver. Pero que hay que verla. Para creerla. A los taurinos les entrega un documento para la grandeza de su oficio, pero también para su vergüenza. Y a los otros, a los animalistas o solo escépticos, les ofrece la posibilidad (por supuesto, siempre rechazada) de dudarse por dentro, de descubrirse, llegado el caso, desamparados en cada una de sus certezas. Y, por ello, no hay forma de colocar la película en ninguna estantería, que es de los que se trata. "Para los que creen que no todo en esta vida consiste en estar a favor o en contra", dijo el director al recoger la Cocha de Oro. Pues eso.
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