Por Santi Ortiz
Esta vez, comenzaré preguntando, para que ustedes se contesten a sí mismos. Teniendo en cuenta el comportamiento del toro en los primeros tercios, los dos hachazos criminales que le tiró a Roca Rey al inicio de faena y las dos coladas que, por el pitón derecho, volvió a pegarle al torero en la primera tanda con que le plantó cara, ¿qué otro diestro del escalafón se atreve a construir y llevar a cabo la faena que a este quinto astado de Fuente Ymbro le hizo el espada peruano?
Por haberlo visto en situaciones parecidas e incluso peores y actuar con parigual resolución, sólo se me ocurre un nombre: José Tomás. Pero quitando éste, no encuentro ningún otro capaz de aceptar el reto que ese astado planteaba, con la verdad, la determinación y el arrojo con que lo hizo el torero de Lima.
Si esto es así, si Andrés Roca Rey es capaz de hacer lo que ningún otro hace, estamos hablando de excepcionalidad, de que el peruano es un torero excepcional; un torero que fijó su brújula en la dirección de ser figura máxima del toreo desde que se inició en la aventura de la tauromaquia y, sin decaer un solo instante en dicha voluntad, sigue con el mismo rumbo empezando ya a gozar las mieles de rozar su deseada meta.
El toro aludido se lidió, en quinto lugar, el pasado miércoles en la décimo octava corrida de San Isidro. Atendía por “Escribiente” y era negro listón: seiscientos kilos mal contados de toro, con dos pitones muy serios por delante y las teclitas que tocar del manso con casta. Con tendencia a salirse suelto de los capotes, tenía el incómodo defecto de frenarse y amagar la embestida cada vez que lo citaban por el pitón izquierdo. Se lo hizo a Roca, se lo hizo a los banderilleros en el segundo tercio y con este inconveniente desembocó en el último, después de pasar de tomar una primera vara aceptable a no querer ver al caballo ni en pintura. Desparramó la vista cuanto quiso y más y hubo que señalarle el segundo puyazo echándole el jaco prácticamente encima.
Con este prólogo y sin que mediara brindis alguno, se dirigió muleta en mano Roca Rey a enfrentarse con él en los mismos medios, pese al viento. ¿Quién daba un duro entonces por estar en el inicio de una faena de éxito? Sinceramente, creo que nadie. El comportamiento del toro no lo hacía presagiar, pero –¡ojo!– tenía ante él un torero que se llama Roca Rey; un torero con vitola de figura, lo que se traduce en que es de esos que no se conforma esperando a que le salga el torito idóneo para desarrollar su arte, sino que fiel a los principios que implantó Manolete –para ser figura hay que tener regularidad–, busca todas las tardes el triunfo independientemente del astado que le extraigan del vientre del chiquero.
Como ya he señalado, los primeros encuentros con “Escribiente” fueron de lo más descorazonador… y preocupante, porque la cornada andaba revoloteando por la plaza. Un toro que te desarma con tanta violencia y luego se te vence buscando los bordados de la taleguilla, no es el más adecuado para hacer cábalas triunfales; más bien, todo lo contrario. Pero Roca no sólo es un apellido, es todo un compromiso de firmeza, una voluntad que se crece ante cualquier obstáculo y un poderío que acongoja a los toros y los somete inexorablemente. A esa firmeza de mano baja y largo recorrido, le bastaron dos tandas con la mano derecha para que el ambiente de la plaza experimentara un cambio radical. Probó el toro a marcharse, pero Roca no le dejó. Ganó pasos cuando hubo que hacerlo para que no se desentendiera de la pelea, le cerró el camino cuando el burel quería encontrar una puerta de escape, hasta que le quitó su tendencia a huir para cimentar con él, y por los dos pitones, una obra maciza que llegó más de dos veces a poner la plaza en pie. Como una fuerza desatada, amo y señor del toro y de la lidia, Roca esculpió en el espacio venteño donde desarrollaba su acción el lema que debe acompañarlo siempre: “El rey del valor”. Sí, el rey del valor auténtico, el que no duda nunca, el que no se desmanda en alharacas y permanece sobrio, seco, fiel a la pureza de su autenticidad y a la claridad de su inteligencia. Un torero así muestra su grandeza en cada compromiso y justifica que a su paso por los carteles se cuelgue el “No hay billetes”, gracias a su entrega y a su afán de nunca defraudar al público.
Lo que en principio parecía condenado al anonimato de las tardes grises, se convirtió en una explosión de entusiasmo, y más tarde en una borrachera de toreo cuando Roca sacó su varita mágica y se decidió a pasarse al toro por los pasillos de su fantasía, llevándolo y trayéndolo por donde su inspiración dictaba. El cierre por milimétricas bernadinas y el toreo al hilo de las tablas mirando a unos tendidos locos de admiración y júbilo –salvo el reducto de los reventadores que se prestaron un día más a hacer el ridículo cuestionando una obra que no merecía la mínima objeción–, dejaban engrasados los cerrojos de la Puerta Grande para la salida en hombros que se antojaba inminente.
Sin embargo, a Roca parece habérsele destemplado su seguro acero de otras temporadas y llegaron los pinchazos. Ya no le veo –al menos con tanta nitidez– hacer esa paradiña con que lograba que los toros descubrieran para meterle la mano con letalidad justiciera por el hoyo de las agujas. Y le ocurrió igual que la semana anterior, que dejó la Puerta de Madrid compuesta y sin novio, cuando todo lo tenía para salir por ella. Es curioso que los dos toreros que han logrado las mayores faenas de este San Isidro –El Juli y Roca Rey– hayan perdido los máximos galardones por culpa de la tizona. No obstante, lo hecho ahí queda, y Roca Rey volvió a reivindicarse como máxima figura del toreo actual, con orejas o sin orejas, con puerta grande o sin ella. Y así seguirá siendo, mientras siga imponiendo su Roca indomable como Rey del valor
1 comentario:
Enhorabuena, muy descriptivo
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