El maestro que dignificó la crónica taurina y la convirtió en una de las bellas artes
El 4 de Mayo de 1976, salió por primera vez a la calle un periódico. Se llamaba "El Pais" y en el venia envuelto como un bocadillo, el sueño de una España feliz y moderna. Este periódico traía también un ramillete de críticos en todas las materias, que venían a poner un punto de pensamiento critico y de criterio, en aquella España que salia de una eterna dictadura. Porque aunque ahora no este de moda decirlo, España desde tiempo inmemorial, con excepcionales y brevísimos periodos, de algo parecido a la libertad, ha sido un país de absolutismos y dictaduras. Pues bien, en ese ramillete de críticos en el que figuraban Haro-Teglén en teatro, Fernandez-Santos en Cine, en el apartado de "Toros", apareció en nuestra vida Don Joaquín Vidal. Vidal, era un aficionado modelo.
Un critico insobornable, que ademas traia debajo del brazo un talento literario y humorístico de primer nivel, no en vano, había sido colaborador de "La Codorniz". Como era de esperar, ante un personaje como Vidal, tan puro y tan buen aficionado, el estamento taurino, carcomido hasta la médula, por los intereses y la falta absoluta de perspectiva ética, no tardó ni un minuto, en colocarsele enfrente. Don Joaquín Vidal nunca estuvo bien visto por el mundillo taurino y sin embargo, en mi opinión, fue un factor determinante para que las plazas de toros, gracias a sus crónicas sobre Antoñete, sobre Manolo Vázquez, sobre Ortega Cano, Julio Robles y José Miguel Arroyo "Joselito", se volvieran a llenar de un publico joven, tras décadas de decadencia. En este Abril lluvioso, en vísperas de San Isidro, como en los últimos veinte años desde que nos dejó, le hecho muchísimo de menos.
Por Juan Herrera
Joaquín Vidal, gran renovador de la
crítica taurina y escritor deslumbrante
En aquellos años sesenta Vidal cumplió el protocolo del pluriempleo: compaginaba La Codorniz con su puesto de funcionario en el Instituto Social de la Marina, las crónicas taurinas en Pueblo (con Navalón) y las colaboraciones en Radio Madrid y TVE. Después fue informador y crítico taurino de Informaciones. De ahí, a EL PAÍS, donde vivió 26 años de infatigable peregrinaje por las ferias.
Empezaba el año en Valdemorillo y, hasta la Feria de Otoño, pasaba por Valencia, Sevilla, San Isidro, San Fermín, Bilbao, San Sebastián, Guadalajara, Arganda del Rey y San Sebastián de los Reyes, pero encontraba tiempo para algunas actividades complementarias: sus jugosas entrevistas a escritores, la crónica anual desde el Salón de la Lotería Nacional (que hizo incluso este último año), el coleccionable de la Tauromaquia, su artículo semanal en la sección de Madrid y sus colaboraciones en la SER.
El pintor Eduardo Arroyo, gran aficionado a la fiesta, lamentó profundamente la pérdida de Vidal, "seguramente la pluma más brillante en el mundo de los toros". Destacó su independencia, su gran cultura, su ingenio -"su sentido del humor era prodigioso", dijo-, y recordó cómo cubrió una conferencia suya en el Museo del Prado. "Fue sorprendente, convirtió un acto sobre cuestiones artísticas en una apasionante crónica taurina, al estilo de las suyas".
Todo lo hacía con un entusiasmo, una puntualidad y una profesionalidad ejemplares. Durante sus viajes procuraba comer bien y alejarse todo lo posible de los hoteles taurinos. En una reciente entrevista concedida a la revista www.talavera-toros.org lo explicaba con su sorna habitual: "Hospedarse donde están los toreros, los ganaderos, los empresarios, los apoderados, los mozos de espadas, los ayudas de los mozos de espadas, los partidarios de las figuras, los aficionados de hotel, los aduladores, los gorrones y los trincones es una lata. Los taurinos han experimentado un enorme cambio. Aquellos taurinos que conocí en mis primeros años de informador y cronista, con quienes departí muchas horas hablando de toros, la mayoría de ellos imaginativos, ocurrentes, que conocían la fiesta y la amaban de veras, también han desaparecido. Los taurinos actuales son, sinceramente, bastante ineptos y aburridos. O sea, como los pegapases, pero en taurino".
Muchos de ellos, acostumbrados al éxito fácil, el toro inválido y las críticas halagadoras, no perdonaron su rectitud. Pero Vidal se crecía con el castigo. Contra la presión, más casta y más calidad; contra los insultos, más rigor y más ironía.
En su último artículo, publicado el 19 de marzo en la sección de Madrid y titulado Temporada (su última crónica, del 22 de octubre, se titulaba Un animado final), demostró que le resbalaban las cornadas: "Sabe un servidor que le llamarán derrotista y enemigo de la fiesta. En esta cuestión (y en otras, no se crea) tiene amplia experiencia. También dirán, por lo mismo, que no sabe escribir de toros. Sin embargo, tampoco conviene ser tan radical. Algunas veces sí sabe (más o menos). Dicho sea sin ánimo de ofender y mejorando lo presente".
Así fue haciéndose un hueco en el corazón de los lectores, a base de lenguaje, elegancia, humor y un dominio prodigioso del idioma. Mucha gente compraba sólo el periódico por leerle y otros muchos buscaban con avidez su página empapándosela antes que nada.
Su diagnóstico del estado de la fiesta era radicalmente negativo. No por nostalgia, sino por una defensa feroz de la integridad del espectáculo. Por eso daba leña a los isidros, los figurones que torean con el pico de la muleta y a base de derechazos, los subalternos que dan consignas absurdas desde el burladero ("toca, toca"), los empresarios golfos, los picadores que tapan la salida y hacen la carioca, los ganaderos que crían toritos que caían yertos en el ruedo.
Lo cierto es que Vidal disfrutaba como un niño hablando y escribiendo de toros, sobre todo si eran buenos (lo cual sucedía poco). Afrontaba la vida siguiendo las reglas básicas del toreo puro: parar, templar y mandar, cargando la suerte. Con una faena de arte a un toro con peligro y trapío se emocionaba hasta las lágrimas.
Escribía las crónicas de Las Ventas en condiciones lamentables, metido en el chiscón de un garaje cercano, con poca luz y menos tiempo, entre coches y humos. Decía "gajes del oficio", mandaba la ficha y luego un texto impecable y un pie de foto editorializante. Solía recordar una faena de Antonio Bienvenida en San Sebastián de los Reyes, años sesenta, como la mejor que había visto. Saboreaba el toreo clásico, hondo y breve, de inspiración, pellizco y poder. En su corazón estaban Curro Romero y Rafael de Paula, a quienes dedicó memorables crónicas (a favor y en contra). Tuvo debilidad por los novilleros y los toreros modestos, como El Fundi, Víctor Puerto o Domingo Valderrama.
También por las dotes lidiadoras de Luis Francisco Esplá, que dijo: "Joaquín tuvo la virtud de interesar a los intelectuales por el mundo del toro. Mucha gente a la que no le gustaban como espectáculo leía sus crónicas. Él creó esa complicidad de la que estaba huérfana el toreo. Aunque sólo coincidí con don Joaquín un par de veces, me sentía identificado con él por su escepticismo y recelo hacia el taurino profesional. Su sorna castiza me recordaba a Ramón Gómez de la Serna, incluso escribiendo. Esa pluma voraz captaba y resumía cualquier situación en un par de renglones. Me reí mucho con sus crónicas en las que, sin faltar nunca el respeto a los toreros, era capaz de convertir en jocoso lo que no tenía remedio. Añoraremos mucho su pluma, porque no aburría nunca", informa Daniel Gil.
Había heredado la afición de su padre, que se vino a Madrid cuando él tenía cuatro años. "Me empezó a llevar a la plaza y me aficioné enseguida", contaba. "Siempre he sido un elemento extraño y, cuando hacía novillos, en vez de irme al Retiro a ligar me iba a la biblioteca a leer el Cossío. Hace falta ser gilipollas"
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