........El enigma es el hasta dónde.
Hasta dónde es capaz de resolver todos, absolutamente todos los problemas que le pueda plantear el toro en la Plaza, con independencia de su linaje o su tamaño, de su fortaleza o debilidad, de su carácter de amable docilidad o arisco temperamento; hasta dónde es capaz de soportar la competencia de la novedad que año tras año –y van 28, de momento—se le pone enfrente para disputarle cotizaciones o primacías; hasta dónde es capaz de vencer la carretada de tópicos que pretenden minimizar su aplastante autoridad en la primera división del escalafón de matadores de toros.
Hasta dónde es capaz de resolver todos, absolutamente todos los problemas que le pueda plantear el toro en la Plaza, con independencia de su linaje o su tamaño, de su fortaleza o debilidad, de su carácter de amable docilidad o arisco temperamento; hasta dónde es capaz de soportar la competencia de la novedad que año tras año –y van 28, de momento—se le pone enfrente para disputarle cotizaciones o primacías; hasta dónde es capaz de vencer la carretada de tópicos que pretenden minimizar su aplastante autoridad en la primera división del escalafón de matadores de toros.
No hay temporada que Ponce no tenga que salir al encerado a explicar el cómo y el por qué de las cosas que tan directamente le atañen, las circunstancias que concurren para que permanezca incólume –qué digo incólume, cada vez más reforzado— su magisterio, en una etapa de su vida activa en los ruedos que bien pudiera considerarse de insultante longevidad.
Hablar de Enrique Ponce, de su increíble y portentosa trayectoria, supone tener que soportar alguna que otra meada fuera de tiesto, casi siempre de aquéllos que se niegan a reconocer la evidencia. En el orden humano, es muy corriente que se cumpla este curioso fenómeno, especialmente en nuestro país: por mucho que la tozudez de los datos y las imágenes de una realidad palpable y constatada se muestren incontestables, siempre habrá quien cierre los ojos ante lo inevitable, si es que lo inevitable se convierte en evidencia.
Decía Ramón Pérez de Ayala que en las corridas de toros se origina ese vicio tan español de discutir interminablemente sobre cosas que no admiten discusión. Pena que don Ramón no conociera a Enrique Ponce, para que pudiera escribir un ensayo de cómo se utiliza un armamento municionado de tópicos para rebatir su abrumadora superioridad en los ruedos, batiéndose el cobre con tres generaciones de toreros. ¿Hay precedentes de este insólito hecho? No busquen. No hay referencias, ni posiblemente las habrá.
Por todas estas cosas y porque he tenido la fortuna de ser testigo de su paso por los ruedos del mundo en estos últimos 30 años (que se dice pronto), y porque le he visto protagonizar hechos taurinos asombrosos, cuando sale Ponce en el tema de conversación, lo echo a un lado deliberadamente. A este hay que echarle de comer aparte.
Ayer salió a la palestra de Madrid, en su única actuación anunciada en la feria de San Isidro. Cualquier otro torero de su añada hubiera hecho el paseíllo con el objetivo de aprovechar una pirueta del azar que le sirviera un toro con el que poder expresar su condición de maestro del toreo. Enrique Ponce, no. Enrique Ponce sale a ganársela al más pintado, y cuanto más pintado sea, mejor. Ayer, a eso de las doce de la mañana, le metieron en el cuenco del sobrero un lote de toros de Domingo Hernández de muy diferente condición. Diríase que diametralmente opuestos en todo. El uno, que echó por delante como segundo de la corrida, fue un toro negro y gordo, rematado de carnes y bravo, al que toreó de capa con un ritmo y un temple que a más de uno dejó con la boca abierta. Perfecta sinfonía de lances de mano baja y compás abierto, para rematar con una media sobre la cadera y al ralentí.
Cumplió con creces el toro en el caballo de picar y Enrique se lo llevó a los medios, para escenificar un quite por chicuelinas de alada composición… y hasta con ese toque de gracia que tanto se da por allá muy abajo. Después, tras un eficaz y templado capoteo de Jocho en la brega y un buen par de banderillas de Mariano de la Viña, empezó a torear de muleta con pases de trinchera y de la firma, muy reunido con el toro, que fueron una belleza. Casi toda la faena se apoyó en la mano derecha, porque al natural, el de Domingo Hernández echaba la cara ligeramente arriba y protestaba; pero, amigos, qué forma de torear, erguido, ampuloso, firme, relajado, abandonado a su propia obra. Faena aclamada sin la más mínima discrepancia. Bueno, sí, algún gritito que pretendía romper el encanto de la situación tirando de tópico: ¡Pico! Y el hombre se quedaba tan a gusto, porque había un rugir de tripas en su interior que imponía la conveniencia de hacer algo para desactivar una situación en los tendidos de Las Ventas que amenazaba con convertirse en un éxtasis colectivo. Faltaría más. ¡Pico!
A estas cosas, a estas intemperancias –fruto de una doctrina inoculada cuando Enrique Ponce iba a los toros, de muy niño, con su abuelo Leandro—no hay que prestarles demasiada atención, pero tampoco echarlas en saco roto. Algún día abordaremos esta cuestión, no para convencer a los que la practican –sería inútil: siempre se resistirán a ser desarmados–, sino para invitar a que se utilice el sentido común, simplemente, entre los que todavía tienen la mente limpia de prejuicios, contando y denunciando cómo y para qué se inventó esta patraña y alguna otra.
El caso es que Enrique cerró su torerísima y elegante faena con unos muletazos por bajo, flexionando la pierna, que pusieron la Plaza boca abajo. Si llega a agarrar la estocada al primer intento –de primeras propinó un metisaca—las dos orejas caen por su propio peso. Una le concedieron, por aclamación popular. La Puerta Grande, se estaba entornando.
El cuarto fue el toro de menos peso, 555 kilos, de la pesadísima –en el sentido estricto de pesaje en báscula—corrida de don Domingo. Fue un toro burraco, cornipaso y aleonado, que fue pegado con fuerza en la segunda vara. Se le ovacionó de salida para protestar su presencia en el ruedo después, so pretexto de encontrarle algo blandito. Sí, sí, blandito. Cuando Ponce tomó los trastos nadie dábamos un duro por el toro… pero es que no escarmentamos. Allí estaba Ponce, imponiendo su clarividencia, su valor sereno, su dominio de las querencias y los espacios. El toro embestía pegando tornillazos y se revolvía como un coyote acosado cuando el torero le obligaba a tomar la muleta. Fue la clásica faena que hace bajar la cabeza a los profesionales y tirar el sombrero a los aficionados cabales. Un toro de media arrancada, violento, a la defensiva y en busca y captura de su presa es carne de espada rápida, ante la complacencia del público. Pero ahí está Ponce, que acabó obligando al toro a humillar hasta lo inimaginable y sacar algunas series templadas donde hacía unos minutos no había sino destemplanza. Ahora, díganme quienes son capaces de hacer doblar la cerviz a un toro como éste, gatuno e indomable. Cuando Enrique remataba su actuación con una serie armoniosa, templada, de mano baja y desmayada figura, no había nadie en la Plaza que no se rindiera a la evidencia. Este tío es un superdotado. ¡La madre que lo parió!
Pinchó al toro Ponce, pero le metió la mano después y dejó media estocada honda y tendida. Fue lo único que desdijo de su actuación; pero el público estaba dispuesto a premiar al torero y forzó al Juez de Plaza a que le abrieran la Puerta Grande de Madrid, pidiendo por mayoría la segunda oreja.
Sinceramente: me hubiera gustado que le cortara las dos al primero y diera la vuelta al ruedo a la muerte del tan desaprensivo burraco; pero el público de Madrid –¿no quedamos en que es soberano?—se empeñó en sacar a hombros a este coloso para premiar la lección magistral que recitó en sus dos toros. ¿Censuramos también lo veleidoso? Yo, por mi parte, creo que en Madrid ha de instaurarse la obligación de cortar dos orejas a un toro para salir por la Puerta Grande. Lo llevo diciendo años, muchos años; pero, ni caso.
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