Bullanguera y vergonzosa Puerta Grande para Enrique Ponce.
La fiesta de los toros se hundió ayer en la sima de las miserias de la tauromaquia moderna y la plaza de Madrid se convirtió en una portátil. Enrique Ponce salió a hombros por la puerta grande después de cortar una oreja al cuarto de la tarde tras una faena de enfermero jefe a un toro inválido -una labor irregular, cuajada de altibajos-, al que, además, mató muy mal de un pinchazo y una media tendida. Pero el público, borracho de generosidad, sacó los pañuelos y el presidente no tuvo más remedio que mostrar el suyo.Así quedó consumado unos de los más grandes bajonazos a la grandeza, pureza e integridad de la fiesta en la que llaman primera plaza del mundo.
Si había alguna duda sobre la decadencia del espectáculo taurino, y si la había sobre la peligrosa y degradante evolución del público de Madrid -desde la exigencia al derroche-, ayer quedaron suficientemente disipadas. Es verdad que Enrique Ponce es un hombre que cae bien, con cara de buena persona, y es, además, un grandísimo torero con una brillante hoja de servicios. Le adornan unas condiciones excepcionales como figura, y, en especial, una inteligencia fuera de lo común. Pero es, también, el más conspicuo representante del toreo moderno, consistente, fundamentalmente, en la ausencia de toro bravo, en la capacidad para templar la dulce embestida un animal bonancible y la presencia alborotada de unos tendidos generosos. Y ese tipo de toro y de toreo, además, es el que gusta a los públicos que acuden hoy a las plazas. Pues, muy bien.
Esas tres condiciones se hicieron presentes en Las Ventas y propiciaron el muy mediocre triunfo de Enrique Ponce.
La plaza de Madrid fue poncista de principio a fin. Jaleó desmesuradamente cualquier detalle del valenciano desde que se abrió la puerta de cuadrillas, se emocionó con pasajes sin contenido, creyó ver dos faenas de época y pidió las orejas con pasión. Increíble, pero cierto.
Increíble, porque el primer toro de Ponce fue un animal nobilísimo, un artista de nacimiento, que, en pura lógica, necesitaba de un torero que entendiera sus cualidades. Y Enrique es el torero perfecto para estas ocasiones. Se lució, primero, a la verónicas y, después, en un templadísimo quite por chicuelinas con las manos bajas. Comenzó por bajo la faena de muleta, y la gente mostró ya su entusiasmo en esos primeros compases. ¡Qué receptivo está hoy Madrid con Enrique!, comentó satisfecho el vecino valenciano. La tanda siguiente fue de redondos desmayados, de esos que acompañan estéticamente la embestida y no mandan nada, y otros tres casi circulares, demostración palpable del temple del torero. Más compases desmayados, no dijeron nada -toro y torero- con la izquierda, y unas poncinas finales desataron la locura colectiva.
Una faena bonita, sí señor, muy bien vendida, además, por el maestro, pero el toreo es algo más -debe ser algo más- y comienza por la presencia de un toro con todas las de la ley. Los tendidos, enardecidos como pocas veces se ha visto en esta plaza, pidieron la oreja después de un pinchazo, y Ponce la paseó con la satisfacción de gran triunfador.
Quedaba lo más difícil; mantener el entusiasmo, y la primera impresión fue muy negativa. Descarado de pitones era el cuarto, pero muy falto de fuerzas. Pero también Ponce es experto en toros terminales. No le resultó fácil la labor porque el animal se negaba a pasar y tiraba derrotes que enganchaban la muleta y deslucían la labor del torero. Demostró Ponce su experiencia en estas lides médicas y, mal que bien, le robó algunos muletazos que a la gente, con la euforia desatada, le supo a gloria bendita. No hubo nada, no hubo faena, sino una labor profesional de un señor con oficio ante un moribundo. Pinchó una vez, sonó un aviso, dejó después una media fea y muy tendida, y cuando el toro cayó sucedió lo sorprendente e inexplicable: otra oreja. Se lo llevaron a hombros y la gente contaba maravillas nunca vistas, mientras Las Ventas quedaba herida para los restos.
Pero así está el toreo de hoy, enfermo, gravemente enfermo.
David Mora no levantó cabeza; su primero, muy encastado y con calidad, solo sirvió para que Ángel Otero volviera a lucirse en el tercio de banderillas y los tendidos le obligaran a saludar. Al maestro le faltaron ideas claras ante un animal que embestía con codicia, fijeza y humillación No hubo hondura ni sensibilidad, y su labor pasó desapercibida. Algo parecido le ocurrió ante el noble quinto, que le propinó una tremenda voltereta a la hora de matar que le produjo un puntazo corrido en el muslo izquierdo, que contusiona la musculatura aductora.
Varea dio la impresión de que le pudo el miedo escénico. Tristón, y dubitativo dijo estar ante el descastado y noble primero; hizo el esfuerzo ante el codicioso sexto y dibujó pasajes muy estimables, en especial por naturales. No fue, no obstante, la faena que merecía el toro y, encima, mató mal.
1 comentario:
Lo triste de hoy es la constatación de la decadencia de la plaza de Las Ventas.
Buena crónica.
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