"Patatero" digno hijo de su padre, "Cobradiezmos"
Tantas tardes de sílex, tanta sangre derramada, tantas amarguras, debían tener, algún día, una compensación. Una justicia divina, algo poético como un toro juanrramoniano, que derramase su bravura licuada con la lentitud del oro fundido, un súper clase con divinas hechuras de llavero.
Esa pintura, ese sueño, se presentó camino de las nueve de la noche sobre el albero de la Maestranza, para resarcir a Manuel Escribano de su lucha de pedernal. Su nombre tosco, Patatero, no respondía a la sutilidad de su ritmo sostenido, a su humillación perpetua, a su fijeza irrenunciable, a su padre mítico: Cobradiezmos.
El victorino fue el sueño de Escribano. Que lo gozó con el pulso de tantos años de espera, la madurez reposada, la barrica de la paciencia. Un deleite a cámara lenta, la sublimación de mitad de faena en adelante. Por una y otra mano bramaba la plaza ante tan superlativa despaciosidad, como si el hocico de guapísimo cárdeno clarito fuese cosido en los flecos de la muleta, tan arrastrada de perezas.
Fluía el toreo como esa bravura sin ruido ni estridencias que habitaba en el exquisito toro. Que parecía dormirse como si se le apagara la luz de la vida, pero siempre seguía en el mismo son. La sonrisa de lobo de Manuel Escribano se iluminaba de felicidad a la salida de cada serie abrochada con inacabables pases de pecho. Yo le he visto torear así una noche del último verano en El Puerto a un adolfo, no sé si con tanta plenitud como este sábado. Tan bandonado y roto. Puede que no. Una estocada consumó la magna y larga obra, y toda duró Patatero haciendo surcos en el ruedo. Una recta estocada consumó el entusiasmo: dos orejas para el exultante matador de Gerena, vuelta al ruedo -dudé un instante- para el victorino juanrramoniano, el sueño de Escribano.
Fue la cúspide una muy notable corrida de Victorino
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